Situado en Destruction Bay, Provincia del Yukon, Canadá. Número variable de habitaciones disponibles. Contactar al Concierge o al Huésped S.

12.12.2005

CULEBRA

Estaba en el café con una amiga tomándome unos tragos, regaladamente sentado ante una de estas mesas con parasol que se colocan frente a los negocios. El parasol no era necesario porque era de noche. La brisa marina mitigaba el calor. El campari con soda acariciaba la sed. Disfrutábamos el ambiente recién creado en el pueblo por una ola de progreso que vino del mar y barrió con los tugurios de los pescadores, de esos pescadores que habían dejado de pescar hacía siglos. Nos sentíamos muy gentry, rodeados de avenidas arboladas, boutiques, pubs y más cafés como el nuestro, gente cool sin prisa y sin miseria. Ay la brisa nocturna del mar, repetía mi amiga, deleitada, y yo pensaba que ella era de lo más sibarita. Luego ella se fijó en mi ropa, yo no me había fijado, y me preguntó por qué tenía manchas de fango en los pantalones, por qué tenía una rasgadura en el ruedo, por qué había manchas de sangre en mi rodilla, en mis codos y hasta en el collar de mi camisa. Lo que más curioso le pareció a ella fue que yo llevaba puesto un zapato marrón oscuro, uno de mis zapatos Clarke, y otro zapato marrón claro, puntiagudo, de tersa piel de culebra, que no era mío. Sólo lucía enfangado y opaco el zapato Clarke, pero el zapato de piel de culebra brillaba, luminoso, y reflejaba las luces de la calle como si las escamas fueran lentejuelas. Yo no sentía la misma curiosidad que mi amiga porque conocía la causa de esos detalles. Pero mi amiga insistía y señalaba con el dedo. Una señora rubia sentada a la mesa del lado, que estaba sola, pero parecía esperar a alguien, también se puso a mirar con poca discreción mis zapatos y mi ropa y daba muestras de querer participar en nuestro diálogo. La brisa marina me parecía un algo molestosa, realmente hacía frío. Apuré otro sorbo de campari para alcoholizar un poco el leve temblor que sentí. Me percaté que debía contar la historia que explicaba el extraño estado de mi atuendo. Mi acompañante y la señora rubia parecían brindarme esa oportunidad.

Hace apenas unas horas, ni siquiera horas, minutos creo, les dije, yo no estaba aquí, en el pueblo, yo estaba en el campo, en uno de los barrios cercanos de la montaña. Es uno de esos barrios donde hay cafetines y dentro de los cafetines hay una mesa de billar y una vellonera que toca canciones charras por monedas. Se echa la moneda por una ranura y se escoge la canción más charra del ayer. Hay tipos muy machos con barrigas distinguidas y bigotes finos, que juegan billar con donaire y eructan cerveza con gran galantería. Otros conversan en las barras sobre las chulerías de los motores de sus automóviles. Yo, como hombre de pueblo que soy, fui a darme una cerveza en uno de esos cafetines. Tenía sed, hacía calor. —Era temprano en la noche, pero ya estaba midiendo el tiempo para llegar aquí a mi cita contigo, no creas —le aclaré a mi amiga. Estacioné mi carro afuera, a la orilla de la carretera, entre unos siete u ocho carros arrimados contra el precipicio que bordeaba el lugar, y entré en el negocio. Dentro, había una colección vintage de macharranes, si bien no faltaban dos o tres mujeres cuya presencia desenvuelta y moderna les unta en nuestros tiempos un toque cosmopolita a estos cafetines. Me senté a la barra y pedí la cerveza. Yo estaba tranquilo en mi banqueta alta, disfrutando el sano ambiente de campo, pero había poca distancia entre la mesa de billar y yo. Un hombre de mi edad que se sentaba a mi lado, sosteniendo con la sonrisa congelada una botella de Heineken, dejó de mirar su botella, me miró con fijeza y dio señas de reconocerme. Acercó su boca a mi oído y susurró —Rafa, Rafa, —como si yo andara por allí de incógnito y él quisiera tener la delicadeza de saludarme sin publicar mi identidad. Lo miré con extrañeza, porque yo no me llamo Rafa. Entonces él siguió, hablando en una voz baja que la música de la vellonera casi ahogaba del todo: tú eres Rafael, verdad, el músico, el que componía danzas. Respondí, yo no soy Rafa, pero yo tenía un abuelo llamado Rafael que componía danzas. ¿Pero tú no eres él? —preguntó, incrédulo, como entrecerrando los ojos. Sí, sí, ése, el que escribía danzas…., añadió. Insistí, no yo no soy mi abuelo, yo soy el nieto, mi abuelo murió hace poco a los 96 años. Ahhh…, con que murió, dijo, mirando su botella y concluyó: yo lo conocí, perdóneme. Al hombre le molestó que yo negara ser mi abuelo, por lo que viró la cara y no me dirigió más la palabra. Lo observé bien y noté que tenía un jacket de cuero marrón excesivamente grueso para estas temperaturas. Llevaba un pañuelito azul amarrado al cuello, como los que usan los argentinos.

Como he dicho, había muy poca distancia entre la mesa de billar y mi banqueta. Al poco rato un macharrán de barriga muy galana se colocó entre la mesa y mi banqueta, dándome la espalda y acomodándose para mejor manejar su taco de billar. Dándome la espalda todo el tiempo, me empujó en el riñon con el mango del taco y dijo, con voz alcohólica, salte del medio bródel que no tengo espacio. Yo le dije oiga señor, se dice por favor. El tipo se volteó, alzó el taco como para partirlo en cinco pedazos sobre mi cabeza y gritó señol es tu madre, yo soy el bichote aquí, papá. Entonces escuché un coro, que entonó en mi dirección: no le haga caso místel que está borracho, no le haga caso místel que esta borracho, no le haga caso místel que está borracho; las voces sonaban como si acompañaran la melodía ranchera-rap de la vellonera, y provenían de los otros macharranes y de las mujeres. Una de ellas se acercó al bichote de la barriga galana, quien permanecía agarrando el taco como un bate de béisbol mirándome muy mal. Ella le puso las manos sobre los hombros y le dijo papito ya te estás poniendo malito, vete a descansar vete a descansar. Sus palabras le salían en ritmo ranchera-rap. Y encajando el mismo ritmo, él entonó: papito es la crica de tu madre, yo soy el bichote, mamá, yo soy el bichote mamá. A partir de ese momento sucedieron cosas violentas. El bichote de la barriga galana le dio una bofetada a la mujer. Ella se la devolvió. El la agarró, la hizo girar y le puso una llave de lucha libre, torciéndole el brazo hacia la espalda. Noté que la mujer llevaba un vestido amarillo corto, sin mangas y que tenía brazos muy bien torneados, realmente hermosos. Ella le hundió un codo en la barriga al enemigo, se zafó del agarre y con un movimiento de marioneta, alcanzó un revolver que el bichote llevaba en su cinturón, se lo arrebató y le disparó un tiro. El hombre no cayó, aunque yo hubiera deseado que se desplomara sobre la inmunda mesa de billar y que la inundara de sangre, pero él sólo se encorvaba y se agarraba el hombro izquierdo, sujetándose del borde de la mesa con el brazo desocupado. Me mató la cabrona ésa, pero yo la voy a matar a ella, decía. La mujer se había esfumado. Había tirado el revólver al suelo. El bichote recuperó el hierro y lo blandía como un estandarte de batalla, agresivo, aturdido, girando como un molino. Los amigotes lo rodearon para mantanerlo en pie. Las demás mujeres ya no estaban. Nadie se fijaba ya en mí. Uno de los amigotes del bichote dijo, la cabrona ésa corre más que una guinea, debe haberse metido en casa de su mamá, allá abajo al pie de la cuesta de los González, como hace siempre. Pues pa’llá voy, a matarla, la guá combeltil en caln’e mondongo, gritó el bichote borracho, revólver en mano.

Descubrí que el supuesto amigo de mi abuelo, al igual que yo, no se había movido de su lugar. Me susurró al oído: ¡oye Rafa! indefectiblemente, esa gente va a matar a la mujer que te defendió, es gente malvada, si la quieres salvar a ella, corre hasta la casa donde estará y avísale, pero no te vayas por la carretera, como ellos, pues te verán, se percatarán de tus intenciones y te matarán a ti; tan pronto ellos salgan por la puerta, vete por esta salida trasera que ves ahí, detrás de la vellonera y atrecha por un sendero que llega directo a la casa de la madre de ella, si te apresuras llegarás antes que los tipos, pues están borrachos. Vi entonces que, como predijo el supuesto amigo de mi abuelo, los tipos salieron puerta afuera, casi cargando en pie al bichote, quien a pesar de estar muy malito, seguía con el revólver en la mano, dispuesto a todo. Escuché que la vellonera callaba. Me despedí con una guiñada del amigo de Rafa, me colé por la portezuela tras la vellonera y corrí sendero abajo. El trayecto era oscuro, negro, mis pies tropezaban con piedras y raíces, las ramas azotaban mi rostro. Sentí mientras corría que de cuando en cuando mi hombro izquierdo rozaba una verja alta alambrada, forrada de enredaderas. Me esforcé en seguir pegado a esa verja y aceleré mi carrrera ciega. Sentía que me deslizaba por un túnel, pero el fresco sugería un espacio abierto. El suelo subía y bajaba como una montaña rusa. Caí varias veces y mis manos se hundieron en el fango. Sólo pensaba que los tipos malos iban a matar a la mujer y que yo debía rescatarla. Hubo instantes en que casi desistí de la carrera por falta de aire, pero continué sin saber cómo, hasta que mi hombro izquierdo rozó un muro de concreto liso en lugar de la enredadera interminable. El muro terminó en un portal iluminado. Era la entrada trasera a los predios de una casa. Abrí el portón y penetré en el jardín, escuché ladridos lejanos pero no vi perros. A mi izquierda había una piscina con luces en el agua. Pero no se sentía un alma en el lugar. Más adelante vi una puerta alumbrada por un foco intenso colocado sobre el dintel. Roté la perilla y la puerta abrió de inmediato. Entré a lo que parecía ser un cuarto de baños iluminado con loza blanca immaculada. Aunque no ví los usuales efectos sanitarios. Quizá era una construcción amplia y cada pieza, la bañera, la taza del toilet, el lavamanos, ocupaba un compartimento separado. Mi pie derecho palpó la superficie del piso suave y fría como la palma de una mano de princesa. Me percaté que había perdido el zapato derecho y que ese pie pisaba descalzo. No pude sino pensar, alarmado, que la desnudez de mi pie representaba un impedimento serio para mi plan de rescate de la mujer amenazada. Estar descalzo era un handicap para el combate inminente. Sin sorprenderme, hallé un zapato junto a un cesto de toallas blancas. Era un solo zapato derecho de piel de culebra que yacía en el piso sin su par. Introduje mi pie en él y sentí gran alivio, ahora estoy listo para luchar, pensé. Vi otra puerta que parecía dar entrada a las habitaciones donde se encontraría la perseguida, sólo restaba alcanzarla, avisarle el riesgo que corría y salir con ella de la casa antes que llegara la turba asesina, o además hacerles frente a ellos si estuvieran ya golpeando la puerta del frente de la casa, si no es que hubiesen penetrado ya, porque mi carrera había consumido un tiempo incalculable...

—¿Ése que usted cuenta, es el zapato de piel de culebra que lleva ahora puesto, señor? —preguntó la señora del pelo rubio que se sentaba en la mesa contigua del café, que parecía esperar a alguien y quien ya se había puesto a escuchar mi relato como si nos acompañara. Sí señora, le respondí, impaciente por contar el desenlace de mi historia.
—Pues esos mismos son los zapatos que pusieron hoy en especial en Walmart —añadió la señora.

Entonces no quise contar por qué mi atuendo se encontraba en estado tan estrafalario. Mi nuevo zapato de piel de culebra rutilaba, mudo, con sus escamas… El esplendor.