31.08.2005
el deo en el ojo
a gun is a weapon, a finger an eye, an ass a gun, a weapon a teacher, and love is still in the motherfucking ir
Uno se monta en carro publico porque tiene que hacerlo. yo los elijo a la distancia si veo cabellos=mujeres montadas. aveces si no hay cabellos y el de alante parece profesor de la uasd como quiera me monto. pero y cuando el que parece profesor de la uasd tiene tamaño pitolón en el cinturón y uno lo siente cuadriculado en la cotilla. porque en el asiento de alante todo se siente en la cotilla. el chófer habla solo en parábolas beisboleras sobre su familia, que si tenemos que jugar en equipo, que si tu le dice bárrete y no se barren, que si tu le dice quédate en segunda y corren pa tercera, que si tu no le compra los tennis que ello quieren para entrar al colegio no van. cuando me apeo el cobrador de "la indomable traidora" vocea: pero e macho o e hembra? cuando la guagua pasa por mi lado el cobrador, un pequeño buda negro amanerado me mira como a un niño una mantaraya en cra. yo le doy el deo, el del medio y el sonríe y yo sonrío y no se si el vuelve a sonreir porque "la indomable traidora" se pierde en la distancia y yo no tengo los lentes puestos.
Más:
Rita Indiana
Situado en Destruction Bay, Provincia del Yukon, Canadá. Número variable de habitaciones disponibles. Contactar al Concierge o al Huésped S.
9.15.2005
9.12.2005
animula vagula blandula
animula vagula blandula
hospes comesque corporis
quae nunc abibis in loca
pallidula rigida nudula
nec ut soles dabis iocos
Adriano
Epitafio
hospes comesque corporis
quae nunc abibis in loca
pallidula rigida nudula
nec ut soles dabis iocos
Adriano
Epitafio
En la espera no hay nada...
En la espera no hay nada que pueda diferir. La espera es la diferencia que ya ha ensayado todo lo diferente. Indiferente, ella lleva la diferencia.
Lo perpetuo va y viene de la espera: su detenerse. La inmovilidad de la espera, más movible que todo lo movible.
La espera siempre se oculta en la espera. Aquél que espera entra en el trecho oculto de la espera.
Aquello que está oculto se abre hacia la espera, no para descubrirse, sino para permanecer oculto.
La espera no abre, no cierra. Entra en una relación que no es de acogida, ni de exclusión. La espera es extraña al movimiento de esconderse y mostrarse de las cosas.
A quien no espera, nada se le esconde. Él no va tras las cosas que se muestran. En la espera, todas las cosas regresan al estado latente.
[Maurice Blanchot, La espera, el olvido. Versión en español del Concierge]
Lo perpetuo va y viene de la espera: su detenerse. La inmovilidad de la espera, más movible que todo lo movible.
La espera siempre se oculta en la espera. Aquél que espera entra en el trecho oculto de la espera.
Aquello que está oculto se abre hacia la espera, no para descubrirse, sino para permanecer oculto.
La espera no abre, no cierra. Entra en una relación que no es de acogida, ni de exclusión. La espera es extraña al movimiento de esconderse y mostrarse de las cosas.
A quien no espera, nada se le esconde. Él no va tras las cosas que se muestran. En la espera, todas las cosas regresan al estado latente.
[Maurice Blanchot, La espera, el olvido. Versión en español del Concierge]
Dans l'attente où il n'est plus rien
Dans l'attente où il n'est plus rien qui puisse différer. L'attente est la différence qui a déjà repris tout différent. Indifférente, elle porte la différence.
Le perpétuel va-et-vient de l'attente: son arrêt. L'immobilité de l'attente, plus mouvante que tout mouvant.
L'attente est toujours cachée dans l'attente. Celui qui attend entre dans le trait caché de l'attente.
Ce qui est caché, cela s'ouvre sur l'attente, non pour se découvrir, mais pour y rester caché.
L'attente n'ouvre pas, ne ferme pas. Entrée dans un rapport qui n'est pas d'accueil, ni d'exclusion. L'attente est étrangère au mouvement se cacher-se montrer des choses.
Qui n'attend, rien ne lui est caché. Il n'est pas auprès des choses qui se montrent. Dans l'attente, toutes choses sont retournées vers l'état latent.
Maurice Blanchot
L'Attente, l'Oubli
El caso es que una noche...
El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí, netamente articulada hasta el punto de que resultaba imposible cambiar ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de cualquier voz, una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí el menor rastro de aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones de la conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase me pareció muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir estaba pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia y, cuando me disponía a pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la frase retuvo mi atención. Verdaderamente, la frase me había dejado atónito; desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era algo así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad», pero no había manera de interpretarla erróneamente, ya que iba acompañada de una débil representación visual (8) de un hombre que caminaba, partido, por la mitad del cuerpo aproximadamente, por una ventana perpendicular al eje de aquél. Sin duda se trataba de la consecuencia del simple acto de enderezar en el espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana. Pero debido a que la ventana había acompañado al desplazamiento del hombre, comprendí que me hallaba ante una imagen de un tipo muy raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo de mi material de construcciones poéticas. No hubiera concedido tal importancia a esta frase si no hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases que me dejaron poco menos sorprendido que la primera, y que me produjeron un sentimiento de gratitud (gratuidad) tan grande que el dominio que, hasta aquel instante, había conseguido sobre mí mismo me pareció ilusorio, y comencé a preocuparme únicamente de poner fin a la interminable lucha que se desarrollaba en mi interior (9).
André Breton
Primer Manifiesto Surrealista
Texto completo:
André Breton: Primer manifiesto surrealista
André Breton
Primer Manifiesto Surrealista
Texto completo:
André Breton: Primer manifiesto surrealista
9.09.2005
Un fluido superior a la sangre
Estefanía se precipitaba en su automóvil, airosamente lejana, hacia los derrumbaderos de la noche; atravesaba la autopista dejando a sus espaldas el poniente. Atrás quedaba el sol, combatiente postrado que regaba de coágulos el cielo, atrás también quedaba su ciudad nativa de Alción. Al frente venían las sombras, que parecían correr a su encuentro para estrellarse contra el parabrisas. La mirada de un extraño no habría adivinado que Estefanía era casi una fugitiva. En primer lugar, ese extraño no habría captado siquiera la figura de la conductora, si hubiera observado desde el borde de la carretera. El auto era un disparo imperceptible que cruzaba hacia el horizonte turbio de la frontera. Pero si el extraño, como un fantasma, hubiese penetrado la cabina aclimatada del bólido para acomodarse invisiblemente en el asiento del pasajero y contemplarla a sus anchas, olvidado de la velocidad y del estrépito, habría visto a una mujer airosamente lejana, negra, con ojos alargados que se bebían la miel de la luz remanente, con largas piernas como émbolos que presionaban juntas el acelerador, vestida con una pieza sin mangas, de seda cruda y plateada, con ruedo a mitad de muslo. El extraño habría pensado, si hubiese tenido tiempo de buscar en el diccionario, que la corona de trenzas dreadlocks sobre la cabeza de Estefanía servía bien a su nombre. El extraño habría constatado que todo lo que cuento aquí es verdadero. Si tuviera suficiente coraje o interés, permanecería sentado junto a nuestra heroína hasta el final de su carrera; de no poseer una cosa ni la otra, abandonaría la cabina, quedándose a pie en medio de la nada y de la noche adolescente para contemplar, nostálgico, más fantasmal que nunca, cómo un Alfa Romeo al mando de una conductora misteriosa se alejaba por la llanura deshabitada.
Los ojos de Stefi enfocaban los confines de la autopista, en prevención de posibles bloqueos, mientras su mente escaneaba una y otra vez el contenido de la valija diplomática sobre la cual posaba la mano cuando soltaba la palanca de cambios. La vibración intensa pero sutil de la turbina 3 mililitros trepaba por las piernas de la mujer, le hacían sentir que su cuerpo se extendía por toda la máquina y absorbía la velocidad como si se sumergiera en la circulación de una sustancia superior a la sangre. No estaba tensa, estaba vigilante, avizora, presta. En la radio se escuchaba a Daddy Rimbaud, rapear…
Mientras yo descendía por los Ríos impasibles,
dejé de sentirme guiado por los remolcadores:
pieles rojas gritadores, para hacer puntería,
los habían clavado desnudos a los cipos coloreados.
El manto de la noche, la tenue iluminación del panel de controles, la velocidad casi silenciosa, el tremor delicado de la aceleración, el deslizamiento del mundo externo hacia el sol que desaparecía en el espejo retrovisor, envolvían a Estefanía en un cocuyo íntimo, favorable al repaso de su memoria. Recordaba las discusiones con Alma Stellae, con Gustavo, las maquinaciones reales o imaginadas del Consejo Nocturno. La risa trepidante de Alma Stellae. El permiso para atravesar la frontera. La falta de permiso para llevarse los códigos del consejo. Los ojos de Marco. La encomienda de TV-MOS. La hipocresía. Mi secreto. Los ojos.
El grosor de la autopista se redujo súbitamente a un carril en cada sentido y la superficie de rodaje perdió su lisa andadura. Estefanía estimó que se aproximaba a los controles fronterizos. Bajó el embrague del motor a tercera. Sorteó a baja velocidad la primera curva que encontraba en dos horas de viaje. Se deslizó por una pendiente algo pronunciada. Había llegado a las estribaciones de la meseta y comenzaba el descenso al pantanal. Perdía altitud. Se le entumecieron los oídos. El efecto de descender, de una montaña, de una meseta, de un edificio, del cielo, es depresivo, pensó Estefanía. Las curvas se multiplicaron. Las llantas chillaban levemente. Enderezó el espaldar de su asiento para mejor acometer las curvas. Abrió la valija, sacó su Carl Gustav Micro y se la guardó entre los muslos. Llegó al puesto de control. Las lámparas de halógeno de su auto alumbraron el casco vacío de una instalación abandonada, sin luces. Ése fue un puesto de control no hace mucho, pensó y redujo la marcha para observar. Varios carrascos antiguos, torcidos, sin hojas, rodeaban el área. Tras ellos un vegetación profusa, inidentificable, saturaba la noche. No había vehículos de ningún tipo. La pequeña superficie de estacionamiento a la derecha era una pizarra negra pero reflejaba la luz de la luna con un brillo inusitado, como si estuviese engrasada o mojada. Estefanía detuvo el carro ante la valla de seguridad; obviamente no había personal que la levantara. Agarró la Carl Gustav y salió del carro para intentar levantar la valla. Antes de poner la mano izquierda sobre la espiga de acero reclinada que servía de valla, olió la gasolina.
¡Paf! sonó la súbita conflagración en el área de estacionamiento, que pronto rodeó el auto por detrás, cruzando al lado izquierdo de la carretera. Estefanía disparó instintivamente hacia las llamas como si viera en ellas atacantes envueltos en candela. Notó que el incendio tomaba forma de herradura, como si pretendiera impedir un escape en reversa del carro o un giro hacia el estacionamiento, pero la candela no abrasaba al carro, tampoco a ella, ni se extendía hacia el frente, ya obstaculizado por la valla. Decidió olvidarse del carro y se lanzó al pavimento para rodar por debajo hacia el otro lado de la barra. Cuando se incorporó para echar una carrera en zig zag hasta la vegetación tupida que devoraba la noche más allá de la lumbre y perderse en ella, le cayó encima una pesada red que la hizo caer de rodillas y perder el agarre de la Carl Gustav. Era una red pesadísima, como plomo. Dejó la Carl Gustav en el suelo e intentó levantar la red metálica con ambas manos, pero la red se movía y la arrastraba, haciéndola caer una y otra vez. Sintió una punzada en el brazo derecho. Ahora el brazo derecho le pesaba más que el plomo. Todo el cuerpo le pesaba... el cuerpo que hubo sentido rodar sobre la meseta a 120 kilómetros por hora, como elevado por la circulación ingrávida de un fluido superior a la sangre.
Los ojos de Stefi enfocaban los confines de la autopista, en prevención de posibles bloqueos, mientras su mente escaneaba una y otra vez el contenido de la valija diplomática sobre la cual posaba la mano cuando soltaba la palanca de cambios. La vibración intensa pero sutil de la turbina 3 mililitros trepaba por las piernas de la mujer, le hacían sentir que su cuerpo se extendía por toda la máquina y absorbía la velocidad como si se sumergiera en la circulación de una sustancia superior a la sangre. No estaba tensa, estaba vigilante, avizora, presta. En la radio se escuchaba a Daddy Rimbaud, rapear…
Mientras yo descendía por los Ríos impasibles,
dejé de sentirme guiado por los remolcadores:
pieles rojas gritadores, para hacer puntería,
los habían clavado desnudos a los cipos coloreados.
El manto de la noche, la tenue iluminación del panel de controles, la velocidad casi silenciosa, el tremor delicado de la aceleración, el deslizamiento del mundo externo hacia el sol que desaparecía en el espejo retrovisor, envolvían a Estefanía en un cocuyo íntimo, favorable al repaso de su memoria. Recordaba las discusiones con Alma Stellae, con Gustavo, las maquinaciones reales o imaginadas del Consejo Nocturno. La risa trepidante de Alma Stellae. El permiso para atravesar la frontera. La falta de permiso para llevarse los códigos del consejo. Los ojos de Marco. La encomienda de TV-MOS. La hipocresía. Mi secreto. Los ojos.
El grosor de la autopista se redujo súbitamente a un carril en cada sentido y la superficie de rodaje perdió su lisa andadura. Estefanía estimó que se aproximaba a los controles fronterizos. Bajó el embrague del motor a tercera. Sorteó a baja velocidad la primera curva que encontraba en dos horas de viaje. Se deslizó por una pendiente algo pronunciada. Había llegado a las estribaciones de la meseta y comenzaba el descenso al pantanal. Perdía altitud. Se le entumecieron los oídos. El efecto de descender, de una montaña, de una meseta, de un edificio, del cielo, es depresivo, pensó Estefanía. Las curvas se multiplicaron. Las llantas chillaban levemente. Enderezó el espaldar de su asiento para mejor acometer las curvas. Abrió la valija, sacó su Carl Gustav Micro y se la guardó entre los muslos. Llegó al puesto de control. Las lámparas de halógeno de su auto alumbraron el casco vacío de una instalación abandonada, sin luces. Ése fue un puesto de control no hace mucho, pensó y redujo la marcha para observar. Varios carrascos antiguos, torcidos, sin hojas, rodeaban el área. Tras ellos un vegetación profusa, inidentificable, saturaba la noche. No había vehículos de ningún tipo. La pequeña superficie de estacionamiento a la derecha era una pizarra negra pero reflejaba la luz de la luna con un brillo inusitado, como si estuviese engrasada o mojada. Estefanía detuvo el carro ante la valla de seguridad; obviamente no había personal que la levantara. Agarró la Carl Gustav y salió del carro para intentar levantar la valla. Antes de poner la mano izquierda sobre la espiga de acero reclinada que servía de valla, olió la gasolina.
¡Paf! sonó la súbita conflagración en el área de estacionamiento, que pronto rodeó el auto por detrás, cruzando al lado izquierdo de la carretera. Estefanía disparó instintivamente hacia las llamas como si viera en ellas atacantes envueltos en candela. Notó que el incendio tomaba forma de herradura, como si pretendiera impedir un escape en reversa del carro o un giro hacia el estacionamiento, pero la candela no abrasaba al carro, tampoco a ella, ni se extendía hacia el frente, ya obstaculizado por la valla. Decidió olvidarse del carro y se lanzó al pavimento para rodar por debajo hacia el otro lado de la barra. Cuando se incorporó para echar una carrera en zig zag hasta la vegetación tupida que devoraba la noche más allá de la lumbre y perderse en ella, le cayó encima una pesada red que la hizo caer de rodillas y perder el agarre de la Carl Gustav. Era una red pesadísima, como plomo. Dejó la Carl Gustav en el suelo e intentó levantar la red metálica con ambas manos, pero la red se movía y la arrastraba, haciéndola caer una y otra vez. Sintió una punzada en el brazo derecho. Ahora el brazo derecho le pesaba más que el plomo. Todo el cuerpo le pesaba... el cuerpo que hubo sentido rodar sobre la meseta a 120 kilómetros por hora, como elevado por la circulación ingrávida de un fluido superior a la sangre.
aquel cráter quemado y suave...
Yo olvidé la cicatriz enorme e injusta que vi y besé a diario no durante dos sino durante tres años, en tiempos todavía más viejos y en una ciudad distinta que tampoco era la mía, la cicatriz de un muslo. Y cuando un amigo que sabía de su existencia me la recordó no hace mucho tiempo al hablar de la mujer que la llevaba en su muslo, me costó tanto recomponer el recuerdo y la imagen que hasta llegué a ver una cicatriz que no hubo nunca en su pecho antes de lograr enfocar y ver por fin otra vez, al cabo de veinte años, aquel cráter quemado y suave que formaba parte indisoluble de la persona que yo quería...
Javier Marías
Negra espalda del tiempo
Javier Marías
Negra espalda del tiempo
She had...
Her face was not young, but it was candid; it was not fresh, but it was clear. She had large eyes which were not bright, and a great deal of hair which was not "dressed", and long fine hands which were -possibly- not clean.
Henry James
The Aspen Papers
Henry James
The Aspen Papers
Las leyes
Ateniense:
Bajo las leyes antiguas, amigos míos, el pueblo no era como ahora el amo, sino el servidor voluntario de las leyes.
Megilus:
¿Pero, a qué leyes se refiere?
Ateniense:
En primer lugar, hablemos de las leyes de la música...
...
Cleinias:
Excelente; empecemos ahora a montar el Estado.
Platón
Las leyes
Bajo las leyes antiguas, amigos míos, el pueblo no era como ahora el amo, sino el servidor voluntario de las leyes.
Megilus:
¿Pero, a qué leyes se refiere?
Ateniense:
En primer lugar, hablemos de las leyes de la música...
...
Cleinias:
Excelente; empecemos ahora a montar el Estado.
Platón
Las leyes
Slogan - Elias Canetti
The word gairn means shout or cry, and sluagh-gairn was the battle-cry of the dead. This word later became "slogan".
Elias Canetti
Crowds and Power
Elias Canetti
Crowds and Power
Extracto del diario de Gombrowicz
Claro, el hombre en mi concepto es creado desde afuera, ello quiere decir que mi hombre es inauténtico en su esencia --siempre no es él mismo porque está determinado por la forma, que nace entre las personas. Su "yo" está inscrito entonces en esa "interhumanidad". Es un eterno actor, pero uno muy natural, pues su artificialidad le es innata, constituye un elemento de su humanidad --ser un hombre es ser un actor --ser un hombre significa "actuar como" un hombre sin serlo a fondo --ser un hombre es declamar la humanidad... No es que el hombre deba desprenderse de su máscara --pues más acá de ella no tiene rostro --en este caso sólo se le puede exigir que sea conciente de su artificialidad y que la confiese.
Witold Gombrowicz
Diario II
Witold Gombrowicz
Diario II
9.08.2005
Bajo nivel
Julio Cortázar
Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he dedicado o que él me ha dictado en relatos y novelas, bumerang del verbo que retorna a la mano y a los ojos.
Correspondencias, por ejemplo: en París es el término que indica los cambios que puedan hacerse entre las diferentes líneas, pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos, es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949, trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel Pimodan, en la isla Saint-Louis, y al preguntar por el metro que me llevaría a orillas del Sena, el hotelero me indicó la línea y agregó: "Es fácil, no hay más que una correspondencia." En ese mismo momento mi memoria volvía una y otra vez al célebre soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se ahondan.
En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias se llaman cambios, y en mi país combinaciones. Cualquiera de las tres palabras contiene cargas análogas, insinúan mutación, transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado, que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un olvido inmediato.
En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local, luego un tranvía y por fin, desde el centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de fuera, con el de arriba. En algún momento que cada vez tenía algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado, que al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel y las serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional que de alguna manera me condenaba ya a cosas como ésta, a escribirlo aquí cincuenta y tantos años después.
Por cosas así puede llegarse a mantener un comercio furtivo con el metro, una relación de la que no se habla pero que un día asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los cuentos fantásticos. Allí y en pasajes de novelas he ido coagulando a lo largo de los años ese sentimiento de pasaje que nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie mi primer impulso era entrar en alguno de los viejos y sombríos cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando en el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet Zuyderland, diferentes aproximaciones a un centro común; porque hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad que algunos vivimos como una amenaza que al mismo tiempo es una tentación. Si bajar al metro representa para mí una leve angustia, una crispación física que pasa en seguida, no es menos cierto que salir de él significa cada vez una indefinible renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso descifrables si no se prefiriera casi siempre lo superficial.
Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita; en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.
El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de la calle y el momentáneo despertar de otros estados de cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle, donde las opciones y la vigilancia son incesantes, basta iniciar el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la estación Etienne Marcel a la estación Panelagh: flechas y pasajes y carteles y escaleras anulan todo margen de capricho, todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que ser libres allá arriba significa peligro, opción necesaria, luz roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado.
De vivir en nuestro tiempo, poetas como Gérard de Nerval y Baudelaire hubieran amado el metro; Nerval por su lado alucinatorio, cíclico y recurrente, y Baudelaire por la artificialidad total de una micrópolis en la que no hay plantas ni pájaros ni perros. (Ratas sí, pero la rata está del lado del poeta, lucha contra el sistema, lo mina y contamina en una batalla sin cuartel que dura desde la primera ciudad de los hombres y sólo acabará con la última.)
La primera vez que bajé a la estación Saint-Michel y vi las enormes estructuras metálicas, las escaleras y los ascensores de hierro, la luz mortecina y estancada en la que toda idea de sombra es inconcebible, medí hasta qué punto Baudelaire hubiera aprobado ese congelado infierno moderno. Desde hace unos años, la renovación de las estaciones del metro de París intenta "humanizar" el ambiente, pero nada parece haber cambiado en la conducta de quienes las usan. Ya a medias robotizados por los mecanismos de la superficie, el descanso los fija en una total desmultiplicación de la vitalidad, de la comunidad, de la comunicación incluso en sus formas más embrionarias. Sólo los grupos, las bandas se agitan y hablan porque poseen y transportan su propio microclima que los defiende de la soledad exterior; los otros, incluso las parejas, se encierran en un mínimo de movimientos, de gestos y de miradas. Las caras de los pasajeros de un autobús reflejan siempre algo de lo que los rodea y los invade viniendo de las ventanillas; sus ojos siguen el dibujo o las leyendas de los carteles publicitarios, el cruce de los autos, el ritmo de las vitrinas y las gentes en las aceras. Pero aquí todo es rígido y como intemporal, y no hay nada que ver ni oír ni oler porque todo es recurrente y periódico y forzoso y casi idéntico en cualquier estación de metro. Los carteles de publicidad duran interminablemente, y acaso nadie se da demasiado cuenta de su renovación periódica. La luz y el aire tienen siempre la misma consistencia, todos hemos leído cientos de veces las mismas leyendas, advertencias, prohibiciones y consejas municipales, y las seguiremos leyendo porque los ojos se mueren de hambre en el metro, buscan un empleo, un asidero que los arranque de ese ir y venir en la nada. Este asiento está reservado a: 1)los mutilados de guerra, 2) las mujeres embarazadas, 3) los ancianos, etcétera./ Está prohibido descender a las vías en caso de interrupción de la marcha, a menos que así lo indiquen los empleados responsables, etcétera. (Menos mal que la política, la estupidez y la sexualidad llenan de inscripciones un poco más cambiantes los corredores y los vagones; el ojo salta sobre ellas, las devora contento, las entrega al cerebro para que apruebe o rechace. El Shah asesino/ Mueran los judíos/ Mao o Brejev/ Me gusta chupar/ Sea macrobiótico/ Abajo Pinochet.)
Paradójicamente, la codificación congelada del metro favorece en algunos viajeros la irrupción de lo insólito. Sé de la disponibilidad, de la porosidad que crea la rutina, de la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles. Lo sólito es allí tan manifiesto que la más mínima transgresión o fisura se da con una fuerza que no tendría en la superficie. El día en que me tocó viajar de pie en un vagón atestado, y una mano de mujer joven se apoyó sobre la mía y permaneció allí durante una fracción de tiempo que rebasaba lo normal antes de retirarse al otro extremo de la barra mientras su dueña se excusaba con un gesto y una sonrisa, ese mínimo episodio alcanzó una intensidad de la que hubiera carecido totalmente en un autobús, por la simple razón de que los protagonistas habrían estado más ocupados por su entorno, el roce de sus manos no habría tenido esa sutil transmisión de fuerzas, esa electricidad musgosa que me llegó tan a lo hondo y dio días después un relato que se llama Cuello de gatito negro.
En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de ese estado de desocupación mental que el metro favorece como pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y que nació de un comentario humorístico sobre el número de pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave, quizás horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió el preludio de un descubrimiento abominable.
Y luego, como una fascinación que el viajero presuroso y funcional rechaza, hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, a ser metro. Es una vez más la atracción del laberinto, recurrente mäelstrom de piedra y de metal. Lo insólito se da allí como un reclamo que exige la renuncia a la superficie, la recodificación de la vida. Pobres Elíseos atenazados por la urgencia de los horarios y las citas, los viajeros se tapan los oídos con cualquier cosa, el diario que leen entre las estaciones, las tiras cómicas, la contemplación vacua del vagón o del andén. Algunos sin embargo oyen el canto de las sirenas de la profundidad, y yo he aprendido a reconocerlos; son los que mientras esperan un tren dan la espalda a la estación y miran perdidamente la hondura tenebrosa del túnel. Entre ellos podría estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de un sistema de claves implacables que él piensa haber inventado pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que nos alejan del sol y de las otras estrellas.
Pero si en todo esto lo insólito se proyecta en la consecuencia literaria más que en los hechos tangibles, también vale por sí mismo, aunque luego llegue a ser un tema de escritura. Antes de narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra duración que Johnny, en El perseguidor, habría de explicarle a su manera a Bruno. En 62, Modelo para armar, muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el metro instiló también allí su aura de excentración y de pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su encuentro con Delia. En esos días yo había sentido con mayor fuerza que nunca el efecto del cambio de escala en esas caras y esas manos enormes que desde las paredes del andén de la estación Vaugirard proponían muros de quesos o vacaciones en México. Ya en la superficie seguía viéndolos como una especie de corrección de la realidad que pretendía rodearme y moldearme y someterme a su pretendida escala de formas y valores; de golpe esas imágenes monstruosas, esas uñas y esos dientes agigantados por el ansia de la sociedad de consumo, se me volvían positivos, me ayudaban a desconfiar de lo usual y lo fácil y lo presabido; de golpe yo era un pigmeo entre pigmeos, allí en la esquina podía estar esperándome, terrible y definitiva, la enorme niña que amaba el queso Babybel, y esa niña podía ser de hidrógeno o de cobalto, su zapato me aplastaría contra la acera sin odio y sin razón como nuestros zapatos aplastan hormigas a lo largo de gratas excursiones dominicales. Sentí que vivíamos por casualidad, que nuestras reglas tranquilizadoras estaban rodeadas y amenazadas por incontables excepciones, azares y demencias; todo eso busqué decirlo luego en la novela, todo eso le ocurrió a Juan, a Hélène, a los que de alguna manera tenían que pagar el precio de haber bajado al metro de sus propios corazones, de haber asumido los códigos de la noche bajo tierra.
Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he dedicado o que él me ha dictado en relatos y novelas, bumerang del verbo que retorna a la mano y a los ojos.
Correspondencias, por ejemplo: en París es el término que indica los cambios que puedan hacerse entre las diferentes líneas, pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos, es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949, trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel Pimodan, en la isla Saint-Louis, y al preguntar por el metro que me llevaría a orillas del Sena, el hotelero me indicó la línea y agregó: "Es fácil, no hay más que una correspondencia." En ese mismo momento mi memoria volvía una y otra vez al célebre soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se ahondan.
En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias se llaman cambios, y en mi país combinaciones. Cualquiera de las tres palabras contiene cargas análogas, insinúan mutación, transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado, que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un olvido inmediato.
En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local, luego un tranvía y por fin, desde el centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de fuera, con el de arriba. En algún momento que cada vez tenía algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado, que al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel y las serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional que de alguna manera me condenaba ya a cosas como ésta, a escribirlo aquí cincuenta y tantos años después.
Por cosas así puede llegarse a mantener un comercio furtivo con el metro, una relación de la que no se habla pero que un día asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los cuentos fantásticos. Allí y en pasajes de novelas he ido coagulando a lo largo de los años ese sentimiento de pasaje que nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie mi primer impulso era entrar en alguno de los viejos y sombríos cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando en el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet Zuyderland, diferentes aproximaciones a un centro común; porque hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad que algunos vivimos como una amenaza que al mismo tiempo es una tentación. Si bajar al metro representa para mí una leve angustia, una crispación física que pasa en seguida, no es menos cierto que salir de él significa cada vez una indefinible renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso descifrables si no se prefiriera casi siempre lo superficial.
Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita; en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.
El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de la calle y el momentáneo despertar de otros estados de cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle, donde las opciones y la vigilancia son incesantes, basta iniciar el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la estación Etienne Marcel a la estación Panelagh: flechas y pasajes y carteles y escaleras anulan todo margen de capricho, todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que ser libres allá arriba significa peligro, opción necesaria, luz roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado.
De vivir en nuestro tiempo, poetas como Gérard de Nerval y Baudelaire hubieran amado el metro; Nerval por su lado alucinatorio, cíclico y recurrente, y Baudelaire por la artificialidad total de una micrópolis en la que no hay plantas ni pájaros ni perros. (Ratas sí, pero la rata está del lado del poeta, lucha contra el sistema, lo mina y contamina en una batalla sin cuartel que dura desde la primera ciudad de los hombres y sólo acabará con la última.)
La primera vez que bajé a la estación Saint-Michel y vi las enormes estructuras metálicas, las escaleras y los ascensores de hierro, la luz mortecina y estancada en la que toda idea de sombra es inconcebible, medí hasta qué punto Baudelaire hubiera aprobado ese congelado infierno moderno. Desde hace unos años, la renovación de las estaciones del metro de París intenta "humanizar" el ambiente, pero nada parece haber cambiado en la conducta de quienes las usan. Ya a medias robotizados por los mecanismos de la superficie, el descanso los fija en una total desmultiplicación de la vitalidad, de la comunidad, de la comunicación incluso en sus formas más embrionarias. Sólo los grupos, las bandas se agitan y hablan porque poseen y transportan su propio microclima que los defiende de la soledad exterior; los otros, incluso las parejas, se encierran en un mínimo de movimientos, de gestos y de miradas. Las caras de los pasajeros de un autobús reflejan siempre algo de lo que los rodea y los invade viniendo de las ventanillas; sus ojos siguen el dibujo o las leyendas de los carteles publicitarios, el cruce de los autos, el ritmo de las vitrinas y las gentes en las aceras. Pero aquí todo es rígido y como intemporal, y no hay nada que ver ni oír ni oler porque todo es recurrente y periódico y forzoso y casi idéntico en cualquier estación de metro. Los carteles de publicidad duran interminablemente, y acaso nadie se da demasiado cuenta de su renovación periódica. La luz y el aire tienen siempre la misma consistencia, todos hemos leído cientos de veces las mismas leyendas, advertencias, prohibiciones y consejas municipales, y las seguiremos leyendo porque los ojos se mueren de hambre en el metro, buscan un empleo, un asidero que los arranque de ese ir y venir en la nada. Este asiento está reservado a: 1)los mutilados de guerra, 2) las mujeres embarazadas, 3) los ancianos, etcétera./ Está prohibido descender a las vías en caso de interrupción de la marcha, a menos que así lo indiquen los empleados responsables, etcétera. (Menos mal que la política, la estupidez y la sexualidad llenan de inscripciones un poco más cambiantes los corredores y los vagones; el ojo salta sobre ellas, las devora contento, las entrega al cerebro para que apruebe o rechace. El Shah asesino/ Mueran los judíos/ Mao o Brejev/ Me gusta chupar/ Sea macrobiótico/ Abajo Pinochet.)
Paradójicamente, la codificación congelada del metro favorece en algunos viajeros la irrupción de lo insólito. Sé de la disponibilidad, de la porosidad que crea la rutina, de la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles. Lo sólito es allí tan manifiesto que la más mínima transgresión o fisura se da con una fuerza que no tendría en la superficie. El día en que me tocó viajar de pie en un vagón atestado, y una mano de mujer joven se apoyó sobre la mía y permaneció allí durante una fracción de tiempo que rebasaba lo normal antes de retirarse al otro extremo de la barra mientras su dueña se excusaba con un gesto y una sonrisa, ese mínimo episodio alcanzó una intensidad de la que hubiera carecido totalmente en un autobús, por la simple razón de que los protagonistas habrían estado más ocupados por su entorno, el roce de sus manos no habría tenido esa sutil transmisión de fuerzas, esa electricidad musgosa que me llegó tan a lo hondo y dio días después un relato que se llama Cuello de gatito negro.
En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de ese estado de desocupación mental que el metro favorece como pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y que nació de un comentario humorístico sobre el número de pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave, quizás horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió el preludio de un descubrimiento abominable.
Y luego, como una fascinación que el viajero presuroso y funcional rechaza, hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, a ser metro. Es una vez más la atracción del laberinto, recurrente mäelstrom de piedra y de metal. Lo insólito se da allí como un reclamo que exige la renuncia a la superficie, la recodificación de la vida. Pobres Elíseos atenazados por la urgencia de los horarios y las citas, los viajeros se tapan los oídos con cualquier cosa, el diario que leen entre las estaciones, las tiras cómicas, la contemplación vacua del vagón o del andén. Algunos sin embargo oyen el canto de las sirenas de la profundidad, y yo he aprendido a reconocerlos; son los que mientras esperan un tren dan la espalda a la estación y miran perdidamente la hondura tenebrosa del túnel. Entre ellos podría estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de un sistema de claves implacables que él piensa haber inventado pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que nos alejan del sol y de las otras estrellas.
Pero si en todo esto lo insólito se proyecta en la consecuencia literaria más que en los hechos tangibles, también vale por sí mismo, aunque luego llegue a ser un tema de escritura. Antes de narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra duración que Johnny, en El perseguidor, habría de explicarle a su manera a Bruno. En 62, Modelo para armar, muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el metro instiló también allí su aura de excentración y de pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su encuentro con Delia. En esos días yo había sentido con mayor fuerza que nunca el efecto del cambio de escala en esas caras y esas manos enormes que desde las paredes del andén de la estación Vaugirard proponían muros de quesos o vacaciones en México. Ya en la superficie seguía viéndolos como una especie de corrección de la realidad que pretendía rodearme y moldearme y someterme a su pretendida escala de formas y valores; de golpe esas imágenes monstruosas, esas uñas y esos dientes agigantados por el ansia de la sociedad de consumo, se me volvían positivos, me ayudaban a desconfiar de lo usual y lo fácil y lo presabido; de golpe yo era un pigmeo entre pigmeos, allí en la esquina podía estar esperándome, terrible y definitiva, la enorme niña que amaba el queso Babybel, y esa niña podía ser de hidrógeno o de cobalto, su zapato me aplastaría contra la acera sin odio y sin razón como nuestros zapatos aplastan hormigas a lo largo de gratas excursiones dominicales. Sentí que vivíamos por casualidad, que nuestras reglas tranquilizadoras estaban rodeadas y amenazadas por incontables excepciones, azares y demencias; todo eso busqué decirlo luego en la novela, todo eso le ocurrió a Juan, a Hélène, a los que de alguna manera tenían que pagar el precio de haber bajado al metro de sus propios corazones, de haber asumido los códigos de la noche bajo tierra.
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