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9.09.2005

Un fluido superior a la sangre

Estefanía se precipitaba en su automóvil, airosamente lejana, hacia los derrumbaderos de la noche; atravesaba la autopista dejando a sus espaldas el poniente. Atrás quedaba el sol, combatiente postrado que regaba de coágulos el cielo, atrás también quedaba su ciudad nativa de Alción. Al frente venían las sombras, que parecían correr a su encuentro para estrellarse contra el parabrisas. La mirada de un extraño no habría adivinado que Estefanía era casi una fugitiva. En primer lugar, ese extraño no habría captado siquiera la figura de la conductora, si hubiera observado desde el borde de la carretera. El auto era un disparo imperceptible que cruzaba hacia el horizonte turbio de la frontera. Pero si el extraño, como un fantasma, hubiese penetrado la cabina aclimatada del bólido para acomodarse invisiblemente en el asiento del pasajero y contemplarla a sus anchas, olvidado de la velocidad y del estrépito, habría visto a una mujer airosamente lejana, negra, con ojos alargados que se bebían la miel de la luz remanente, con largas piernas como émbolos que presionaban juntas el acelerador, vestida con una pieza sin mangas, de seda cruda y plateada, con ruedo a mitad de muslo. El extraño habría pensado, si hubiese tenido tiempo de buscar en el diccionario, que la corona de trenzas dreadlocks sobre la cabeza de Estefanía servía bien a su nombre. El extraño habría constatado que todo lo que cuento aquí es verdadero. Si tuviera suficiente coraje o interés, permanecería sentado junto a nuestra heroína hasta el final de su carrera; de no poseer una cosa ni la otra, abandonaría la cabina, quedándose a pie en medio de la nada y de la noche adolescente para contemplar, nostálgico, más fantasmal que nunca, cómo un Alfa Romeo al mando de una conductora misteriosa se alejaba por la llanura deshabitada.

Los ojos de Stefi enfocaban los confines de la autopista, en prevención de posibles bloqueos, mientras su mente escaneaba una y otra vez el contenido de la valija diplomática sobre la cual posaba la mano cuando soltaba la palanca de cambios. La vibración intensa pero sutil de la turbina 3 mililitros trepaba por las piernas de la mujer, le hacían sentir que su cuerpo se extendía por toda la máquina y absorbía la velocidad como si se sumergiera en la circulación de una sustancia superior a la sangre. No estaba tensa, estaba vigilante, avizora, presta. En la radio se escuchaba a Daddy Rimbaud, rapear…

Mientras yo descendía por los Ríos impasibles,
dejé de sentirme guiado por los remolcadores:
pieles rojas gritadores, para hacer puntería,
los habían clavado desnudos a los cipos coloreados.

El manto de la noche, la tenue iluminación del panel de controles, la velocidad casi silenciosa, el tremor delicado de la aceleración, el deslizamiento del mundo externo hacia el sol que desaparecía en el espejo retrovisor, envolvían a Estefanía en un cocuyo íntimo, favorable al repaso de su memoria. Recordaba las discusiones con Alma Stellae, con Gustavo, las maquinaciones reales o imaginadas del Consejo Nocturno. La risa trepidante de Alma Stellae. El permiso para atravesar la frontera. La falta de permiso para llevarse los códigos del consejo. Los ojos de Marco. La encomienda de TV-MOS. La hipocresía. Mi secreto. Los ojos.

El grosor de la autopista se redujo súbitamente a un carril en cada sentido y la superficie de rodaje perdió su lisa andadura. Estefanía estimó que se aproximaba a los controles fronterizos. Bajó el embrague del motor a tercera. Sorteó a baja velocidad la primera curva que encontraba en dos horas de viaje. Se deslizó por una pendiente algo pronunciada. Había llegado a las estribaciones de la meseta y comenzaba el descenso al pantanal. Perdía altitud. Se le entumecieron los oídos. El efecto de descender, de una montaña, de una meseta, de un edificio, del cielo, es depresivo, pensó Estefanía. Las curvas se multiplicaron. Las llantas chillaban levemente. Enderezó el espaldar de su asiento para mejor acometer las curvas. Abrió la valija, sacó su Carl Gustav Micro y se la guardó entre los muslos. Llegó al puesto de control. Las lámparas de halógeno de su auto alumbraron el casco vacío de una instalación abandonada, sin luces. Ése fue un puesto de control no hace mucho, pensó y redujo la marcha para observar. Varios carrascos antiguos, torcidos, sin hojas, rodeaban el área. Tras ellos un vegetación profusa, inidentificable, saturaba la noche. No había vehículos de ningún tipo. La pequeña superficie de estacionamiento a la derecha era una pizarra negra pero reflejaba la luz de la luna con un brillo inusitado, como si estuviese engrasada o mojada. Estefanía detuvo el carro ante la valla de seguridad; obviamente no había personal que la levantara. Agarró la Carl Gustav y salió del carro para intentar levantar la valla. Antes de poner la mano izquierda sobre la espiga de acero reclinada que servía de valla, olió la gasolina.

¡Paf! sonó la súbita conflagración en el área de estacionamiento, que pronto rodeó el auto por detrás, cruzando al lado izquierdo de la carretera. Estefanía disparó instintivamente hacia las llamas como si viera en ellas atacantes envueltos en candela. Notó que el incendio tomaba forma de herradura, como si pretendiera impedir un escape en reversa del carro o un giro hacia el estacionamiento, pero la candela no abrasaba al carro, tampoco a ella, ni se extendía hacia el frente, ya obstaculizado por la valla. Decidió olvidarse del carro y se lanzó al pavimento para rodar por debajo hacia el otro lado de la barra. Cuando se incorporó para echar una carrera en zig zag hasta la vegetación tupida que devoraba la noche más allá de la lumbre y perderse en ella, le cayó encima una pesada red que la hizo caer de rodillas y perder el agarre de la Carl Gustav. Era una red pesadísima, como plomo. Dejó la Carl Gustav en el suelo e intentó levantar la red metálica con ambas manos, pero la red se movía y la arrastraba, haciéndola caer una y otra vez. Sintió una punzada en el brazo derecho. Ahora el brazo derecho le pesaba más que el plomo. Todo el cuerpo le pesaba... el cuerpo que hubo sentido rodar sobre la meseta a 120 kilómetros por hora, como elevado por la circulación ingrávida de un fluido superior a la sangre.