Eduardo Lalo, Los países invisibles
San Juan: Editorial Tal Cual, 2008
Eduardo Lalo, ya conocido por libros tan cautivantes como Los pies de San Juan y donde, es uno de los escritores caribeños de este siglo veinte extendido, de este siglo veinte parte II, que tienen algo que decirnos. Lalo es autor de una obra que no entretiene mucho, que no se acomoda, que sostiene una actitud singular, y con ella, una real experiencia de lectura. La experiencia es, por definición, negadora, niega la experiencia previa. Un evento que se repite, que confirma lo siempre vivido, no es experiencia, sino remanencia en lo mismo. Hay quien dice que revive una experiencia del pasado, pero en verdad, la experiencia de algo ya experimentado transforma ese “algo” al que remite la memoria, negándolo, es decir, revela algo más que antes no era así, un otro dentro de ese “algo” que no se había vivido tal cual. Además, el mero hecho de vivir algo “de nuevo” es una experiencia nueva, la propia expresión “de nuevo” así lo constata: se agrega a lo antes vivido el nuevo hecho, antes desconocido, de revivir ese instante al que se remite. Decir “pasé por la misma experiencia” es conocer la nueva experiencia de volver a experimentar un momento conocido. Por eso, hasta el dèja vu destaca en sí mismo como una experiencia particular, y no como mera repetición. Es en ese sentido que me refiero a la experiencia de lectura y a su capacidad de negar lo que anteriormente se tenía por experiencia.
El más reciente libro de Lalo, Los países invisibles, nos asegura: “escribir, como cualquier otro empeño creativo, va en contra de lo establecido, es decir, de lo establecido en uno mismo. Escribir, es pues, un acto de descreimiento; un acto de alejamiento de lo que hasta ese momento era el sí mismo”. Para escribir como Lalo y otros secuaces de la escritura desentretenida y retadora de la experiencia, no se precisa ser ateo en el sentido anti-religioso, pero sí se requiere ser por lo menos un ateo de algo. Digamos, un ateo de la política, ateo de la literatura, incluso ateo de la felicidad o ateo del propio yo, pero hay que descreer mucho, descreer hasta causarse daño, para llegar a creer en el acto de escribir, para llegar a tener la fe en la escritura que testimonia ese Eduardo Lalo que camina a pie por sus países invisibles con sólo dos plumas de escribir, una cámara antigua y un cuaderno en su mochila al hombro, desesperado, soportando el tráfico automovilístico, el polvo de las calles y las avenidas feas y malolientes de Puerto Rico, o las famosas avenidas de Europa, que por increíblemente bellas le parecen más plásticas y detestables que las de Puerto Rico… ese Eduardo Lalo que aborrece el desierto cultural de la carretera # 3 pero que también es capaz de repudiar, de repudiar con repulsión, hasta el punto de casi inducirse náuseas y arcadas, el espectáculo del canal mayor de Venecia, también maloliente, reducido a parque de consumo temático…
En principio, Los países invisibles aparenta ser un ensayo-crónica. Un narrador factual, prácticamente un “yo” ensayístico”, anota fechas, describe viajes y apunta reflexiones originales e interesantes sobre el espectáculo que ofrece al viajero la cultura global contemporánea. Pero ese Lalo que nos habla desde sus países invisibles descree tanto de lo que le rodea que, en sus tripeos de descreimiento, se lleva enredado a su propio yo y termina trocándolo en ficción. El supuesto “yo ensayístico”, ese escritor que debe responder ante lo que dice con su propia persona, se convierte aquí, literalmente, en el ciudadano invisible de unos países invisibles, en fin, en personaje de novela. Lalo el personaje invisible comenta en tiempo presente los incidentes de su viaje (que también son incidentes del viaje que conduce dentro de sí mismo), desde la perspectiva limitada del personaje de una novela, que desconoce los hechos que le aguardan en las próximas páginas del relato. Cada momento y cada lugar lo sorprenden e, independientemente de que a veces lo sorprendan en su terca constatación de lo mismo, lo llevan a pensar algo nuevo, a corregir lo antes pensado. Sus ideas corresponden a sus estados de ánimo de cada momento, en una situación anímica tan incambiable que cualquier variación mínima destaca con singularidad. Tal secuencialidad requiere, por supuesto, invención narrativa, es decir, ficción. Este posicionamiento del yo narrador no puede sino erigirse un marco ficticio, pues desgaja la conciencia del personaje, de la mirada total del escritor que analizaría todos los hechos y conceptos presentados desde afuera, conociendo el principio y fin, no sólo de la aventura, sino del razonamiento reflexivo que ésta conlleva. Así, el Lalo invisible, se desprende del Lalo visible que correspondería a un ensayo-crónica en regla. Lalo se interna de ese modo en la ficción creada por Lalo, prosigue su caminata errabunda por calles tan candorosamente detestables que llega a amarlas sin compasión, portando, como un San Pablo en negativo, el secreto de la buena nueva de la escritura, pero de otra escritura que exige descreer de todo para abrazar la nueva fe en la desilusión. Se han comentado bastante los versos de Wallace Stevens que proclaman la desilusión como la última ilusión del siglo veinte. Es posible que esta inaudita fe de Eduardo Lalo en la pura desilusión se relacione con los versos del gran poeta estadounidense. Pero el texto consigna con claridad las afinidades budistas de la increíble esperanza en la desesperanza sostenida por el protagonista de Los países invisibles. De hecho la reconciliación con la desesperanza, y el profundo respeto por la desilusión cultivados en la obra de Eduardo Lalo adquieren un potencial restaurador y terapéutico nada desdeñable, muy próximo al pensamiento budista que sirve de referencia constante, implícita y explícita en su obra.
Antes de pretender explicar, se debe comprender. La comprensión no se relaciona demasiado con argumentos, razones ni constataciones de hechos, sino con la experiencia. La experiencia integra lo consciente y lo inconsciente, lo conocido y lo desconocido; por ello la mejor manera de verbalizar la experiencia y de aproximarse a su verdad es narrarla con la ayuda de la invención o la ficción. Si asumimos Los países invisibles como la novela que es, arribamos a la posibilidad de comprenderla como articulación de una experiencia y como experiencia de lectura. En ese sentido, Los países invisibles nos conduce a un acto de comprensión que debe servir como punto de partida para la explicación de las provocadoras reflexiones culturales y filosóficas que plantea.
Este libro de Eduardo Lalo reclama, entonces, leerse como una novela de tesis, en cuanto su protagonista expone una concepción existencial del mundo contemporáneo que implica ideas sobre la cultura, la escritura y el compromiso ético del intelectual. Dichas ideas reclaman ser explicadas a la luz de la comprensión del mundo narrado, es decir, novelesco, que las alberga. Hay que comprender la trayectoria de conciencia expuesta por el narrador-protagonista, la cual cumple el esquema fundamental y clásico de la conciliación del héroe con el destino. No en balde aparece una y otra vez la figura de Odiseo hacia el final del relato. El gran guerrero épico se reconcilia en Ítaca con la inconsecuente domesticidad de su destino final. El narrador neurótico de Los países invisibles, hastiado del roto en el mapa donde le ha tocado vivir después de haber disfrutado the time of his life en París y Madrid, ese narrador que maldice de la periferia al borde de la periferia del mundo a la que lo condenan sus circunstancias, ha emprendido una caminata en la cual va arribando, con cada paso y cada pisada del pavimento gris, al sentido de la tierra y del lugar que ningún otro sitio le podrá dar, porque descubre el sentido de la tierra que le pertenece, que ha llegado a amar en su yerma franqueza, tal como un místico ama su desesperación de encontrar a Dios. El sentido de la tierra, del país invisible que el destino le depara a nuestro héroe de la urbe mal construida y mal desparramada es la riqueza de su dura verdad, ante la cual se derriban las ilusiones del consumo global y de la sociedad del espectáculo impuestas por los centros imperiales que presumiblemente instauran e invisibilizan las periferias. El personaje, en fin, no reniega del lugar que le toca, más bien se entrega a él, le jura fidelidad y lo asume no sólo como destino, sino como paradigma de una extraña e íntima belleza.
Desde una comprensión tal es que corresponde explicar las tesis de Eduardo Lalo relacionadas con la invisibilidad. La invisibilidad atañe a la borradura de las diferencias operadas por el proceso de acumulación global del capital. Recurrimos a la primera frase del libro: “El mundo ya no es el mismo porque ya no es diferente”. Lalo registra en su estilo singular el proceso de indiferenciación de los espacios que remonta a la primera borradura o tachadura efectuada por Occidente sobre las otredades que éste pretende confinar a un rol periférico y subordinado, a saber, la rayadura colonial. En el argumento de Lalo, Puerto Rico se le revela como típica víctima de esa invisibilización que inaugura lo moderno fatal. Sin embargo, lo que Lalo llama la condición puertorriqueña, muestra originales señas de excepcionalidad, pues según él, el nuestro constituye un país de avanzada en el proceso de despersonalización, espectacularización y mercantilización de la vida entera que les aguarda al resto de los lugares del mundo. Ciertos pasajes de su libro permiten relacionar esta afición vanguardista de nuestro país al progresivo ninguneo de todas las individualidades culturales, con el papel de vitrina de la democracia de mercado estilo American Way que Estados Unidos le asignó al país durante la guerra fría. Por ejemplo, un pasaje del libro constata cómo “[e]sa economía inflada por las subvenciones estadounidenses, que pretendían convertirla en un espécimen en exhibición que representaría, ante los proyectos de la izquierda latinoamericana, los beneficios del capitalismo y del modo de vida norteamericano, se ha venido al suelo”. La acelerada e intempestiva modernización y urbanización del país, en un marco de dependencia colonial, derriba las defensas socioculturales y los reacomodos permitidos en otros lugares, desbocándose en una modernización hipertrófica, deforme y destructiva de los espacios y tiempos propios de la vida, que combina desertificación topográfica con desertificación cultural. Lalo, el expedicionario urbano que insiste en el despropósito masoquista de andar a pie por las avenidas sin aceras ni calzadas sanas, hostiles a quienquiera que pretenda caminar diez pasos más allá de la puerta de su automóvil, también recurre a sus jornadas de paseante europeo defraudado para cotejar que su experiencia puertorriqueña prefigura y profetiza el destino del globo. Así, Puerto Rico, como primer territorio invisible de América, encierra el destino de innumerables candidatos a una invisibilidad progresiva asegurada por procesos que arrasan a los pretendidos centros e invisibilizan también a las propias capitales de lo occidental visible (i.e., Venecia, Madrid y similares). Puerto Rico se convierte, así, en un lugar extremadamente interesante por razones muy distintas a las que esgrimiría una interpretación convencional y bienpensante de nuestra realidad. Puerto Rico adquiere en el planteamiento de este personaje insólito de nuestra literatura, una importancia secreta e indiscernible ante la ceguera de sus pobladores, importancia a la cual se aferra el personaje como faro y lumbrera de su puesto y su misión en el mundo.
Aquí no he empleado, por supuesto, el singular lenguaje del libro, he acudido a algunos términos y conceptos no necesariamente usados por Eduardo Lalo, pues prefiero explicar sus tesis a partir de la aventura de leerlo y de mi particular comprensión de la experiencia personal que propone. Creo que se puede no compartir el pesimismo metódico de Lalo, que se puede, por supuesto, cuestionar las tesis culturales expuestas en la novela, pero se nos impone su gesto de legarnos, más que una tesis, una experiencia, es decir, de comunicarnos un evento de escritura que desafía la usual manera de ser sí mismo del lector. El oráculo de Delfos le encomendó al pensador que se conociera a sí mimo, pero como sostenía Paul Ricoeur, la ruta más certera entre el yo y el conocimiento de sí mismo es la palabra del otro. Eduardo Lalo nos lega en Los países invisibles su otra palabra desde una experiencia definitivamente negadora de lo mismo. Ello basta para invitar a leerlo.
JUAN DUCHESNE WINTER
Guaynabo, Puerto Rico, agosto de 2008
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