AL CUIDADO DE HUESPED S
Juan Duchesne Winter
Idiota escritor
(6 variaciones Y Aira)
----- I -----
¡La vida no es más que una sombra vagabunda, un pobre actor que pasea y alardea su turno sobre la escena y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota, pleno de sonido y furia, y que nada significa!...
--Macbeth, V,v
Consideremos al idiota en un sentido anacrónico apenas levemente relacionado con el uso actual de la palabra “idiota”. Es idiota quien sólo se expresa en una lengua que nadie más conoce —eso nos enseña la etimología griega de la palabra. La idiotez así entendida es infinitamente extendible: toda persona, toda cosa es idiota en tanto es única y no se puede duplicar sin que devenga otra. En la medida en que el universo y todos los objetos que contiene carecen de un espejo que los duplique, son idiotas. El ente idiota no es siquiera idéntico a sí mismo porque no admite la duplicación (lingüística, imaginaria, conceptual) de sí mismo que daría pie al principio de identidad (A = A). La cosa idiota está más acá de la oposición entre alteridad e identidad. Lo idiota es tan indiferente al sentido o al significado como a la necesidad lógica o histórica de su existencia, por tanto, el menor reflejo lingúistico, imaginario o conceptual comienza por traicionar la idiotez de aquello que pretende representarse. Hay que ser idiota para captar la idiotez del mundo. Se trata entonces de un modo de ver el mundo, de una especial facultad para palpar o al menos intuir la idiotez: esa indiferencia autista de las cosas, sean naturales, vivas, artificiales o verbales que nos dan la espalda como una virgen inaccesible, al decir de Clément Rosset. El mundo real es idiota e insignificante, toda la producción humana de sentido es una ilusión, repite sin pausa Rosset en su tratado sobre la idiotez. Pero en el fondo, más que enfrentar una verdad de lo real-idiota a la mentira metafísica del sentido, Rosset propone la ilusión de un real independiente de la manía humana del sentido, una virginidad de las cosas y las personas que persiste absolutamente intocable,al margen de la marca, la huella o el signo que pretenden situarlas, mancillarlas, contaminarlas como objeto de la palabra, el sentido y la reflexión. Clément Rosset se delecta en una desilusión radical que se convierte en estrategia última de la ilusión. En verdad no hay nada más delicada y exquisitamente ilusorio que la apuesta por la brutal idiotez de un mundo inmune a la atmósfera de los signos e invisible ante el espejo de nuestro imaginario. Es una apuesta por cierta pureza que no cesa de seducirnos, como el tigre-tigre de William Blake. Ese universo idiota determinado sólo por su deletérea indeterminación, cuyo máximo secreto es su absoluta insignificancia y cuyo único mensaje es el mudo azar, nos reserva la suprema inteligencia de la nada, lo que ya es inteligencia de algo, como diría Watt en la novela homónima de Samuel Beckett.
----- II -----
El escritor moderno es un mensajero tanto más auténtico cuanto más nos convence de que no trae mensaje alguno de parte de nadie. La figura misma del mensajero no le sienta bien al autor contemporáneo. Otras figuras le corresponden mejor, como las del Extraño, el Seductor, el Mago, el Pícaro, el Adicto, el Idiota... Si alguna de esas figuras le interesa al autor aún comprometido con las tentativas estéticas de la redención es la del idiota. El máximo modelo de la belleza espiritual asimilable al ethos del escritor, imaginable en medio de nuestra degradada contemporaneidad, que pudo producir Dostoievski es el Mischkin de su novela El Idiota. Peter Sloterdijk ha hecho notar la profunda mutación de la psicología religiosa implicada en este personaje de Dostoievski. En cierto modo, explica Sloterdijk, el príncipe Mischkin es un ángel redentor para el mundo de la novela pero no emite ningún mensaje desde el poder. No guarda vínculo alguno con la angelología eclesiástica en la cual todo sentido desciende del significante trascendental divino a través de una escala jeráquica de potencias mensajeras. El príncipe no habla el lenguaje angelético bíblico; su modo de ser es idiótico, incomprensible en un ámbito jerárquico del sentido. En el sistema idiótico de Dostoievski —dice Sloterdijk— el redentor viene sin mandato de arriba. Su conversación es pueril y su presencia apenas resulta tangible. Mischkin es una suerte de no-menajero que obtiene, por medios impenetrables, acceso al interior de sus prójimos. Tiene una propensión a poner en juego su propio yo en las relaciones con los otros y a disponer de sí como simple complemento del otro. Su misión carece de mensaje, mas logra crear una proximidad en la cual la rígida subjetividad se liquifica y se recompone. La mera atención bienaventurada de este idiota provoca una “intensidad en mutación” que cataliza de manera decisiva el carácter y destino de los personajes que le rodean. Sloterdijk piensa que el sujeto idiota se comporta como si no fuera él mismo sino su doble, y por ende, el complemento íntimo de todo aquél que lo aborde. Creo que esa facultad de comportarse como si fuera su doble, según aducida por Sloterdijk, de ningún modo contradice la esencia única, no duplicable del idiota. El doble que le interesa a Sloterdijk no es el duplicado del espejo ni la copia clónica, sino el acompañante cuasi-angelical en ese dúo ontológico en que todo sujeto es un ser-con-en, a la luz de la deriva heideggeriana. Sólo en ese sentido Mischkin actúa como doble de sí y de sus propios acompañantes, es decir, les hace dúo, no en calidad de un sujeto otro o de copia representativa de lo mismo, sino más acá de la otredad y la identidad, como agente de la unidad diádica que liquifica, según Sloterdijk, la individualidad excluyente del sujeto.
Jean-Luc Nancy distingue lo singular de lo individual de manera elocuente: lo individual resulta de concebir la unidad del ser como un punto de partida ya dado y completo en sí mismo, que luego se suma a lo colectivo (la pluralidad); en cambio lo singular de inicio arranca de lo plural, pues, según la etimología latina lo singular dice lo plural al designar el uno como perteneciente al uno a uno; es singular cada uno y por tanto con y entre los demás. Esta distinción de Nancy me permite decir que el idiota, más que un individuo, es una singularidad que a su vez cataliza lo singular en los otros. El individuo es parte (de la colectividad) y se puede dividir en partes (escindir, enajenar, duplicar etc.). La singularidad no tiene partes ni es parte de nada. Aunque lo singular siempre es divisible en otras singularidades, en tal caso, dividir es multiplicar, puesto que no es posible obtener partes de lo singular, sino más singularidades. La singularidad es la participación en sí misma, el con del ser-con en la pluralidad. Quizás ello se implica en ese modo de ser el doble de sí que percibe Sloterdijk en Mischkin. El príncipe Mishkin pudiera ser ese modo mismo de ser-con que provoca la mutación diádica en sus compañeros. Pero él no es parte de la comunidad que se aglutina en torno a su presencia, sino la participación misma con que la contagia, la entrada en intensidad singular-plural que cataliza en ella.
El joven Mischkin arriba a Petersburgo en un tren como si llegara desde el espacio sideral. Su único pasado es el limbo de una oscura estancia en un sanatorio suizo. Es un príncipe, pero el título sólo remite a la nobleza rusa inflada de vagas jeraquías y rangos. Llamarse “príncipe” apenas le confiere al joven un aura anacrónica, remarcando la real desvalidez evidenciada en todo su aspecto. En cierta manera Mischkin es “príncipe” en un sentido literalísimo, pues da principio a una serie de catálisis caracteriológicas en los personajes que lo frecuentan, donde quiera que se reúnan. Estos cambios no brindan remedios de salvación, sino que intensifican los demonios del deseo, la culpa y el anhelo de redención en cada personaje y precipitan su desenlace vital. En esa combustión acelerada, plena de gestos paradójicos, de “sonido y furia”, como dirìa Macbeth, asoma mucha bondad y amor, aún entre los más abyectos y débiles de espíritu. Es como si ante el paso de este atractor extraño que es el príncipe, los personajes entraran en fase supernova y dieran de sí sus más terribles y hermosos destellos antes de fulminarse para siempre. El príncipe interactúa con ellos en encuentros abiertos interminables, donde casualmente coinciden diversos tipos sociales y psicológicos: jóvenes, viejos, ricos, indigentes, galanes, enfermos deshauciados, pequeños inocentes, pecadores y bellezas deslumbrantes. La insinuación cristológica es clara, pero Mischkin no trae mensaje de ninguna instancia salvadora, sus “ingenuas” palabras apenas le devuelven al interlocutor lo que éste, sin saberlo, desea oir. Con su atención insólitamente amable y sus respuestas indefensas desprovistas de coraza yoica, el príncipe transparenta el propio drama del deseo escenificado por cada interlocutor. También lleva y trae mensajes entre los personajes, con neutralidad pasmosa. Urde, sin proponérselo, una secreta inteligencia del azar y el destino inexplicable para toda lógica del interés o la racionalidad social. Mischkin se dice: “A mí me tienen por idiota y, sin embargo, yo soy inteligente, sólo que ellos no alcanzan a verlo”.
El idiota, por supuesto, habla una lengua que nadie comprende. O la entienden demasiado íntimamente como para convertirla en metalengua bajo la distancia de la reflexión racional. Esto parece suceder con la bella Nastasia Filíppovna, la única persona que comprende casi completamente a Mischkin al descubrir que en él, y por tanto en ella misma, no hay nada que comprender, más allá de una insondable benevolencia, orbitada más allá del deseo, que se resiste a ser interpretada como amor pasional. Ella encarna la fatalidad pasional hecha mujer y se resiste a disolverse en el abismo indescriptible de la bondad de Mischkin, no empece la extraña atracción que ese amor acósmico, que no puede ser de este mundo, y de ahí su evangélica idiotez, ejerce sobre ella. El texto sugiere una clara proximidad de Nastasia con la Magdalena evangélica. Si aceptáramos ese paralelo obtendríamos en Nastasia a una Magdalena que sustituye al Cristo como objeto supremo del sacrificio. En cambio Mischkin sustituye la potencia del autor-sujeto o autor-mensaje, que se sustrae de la obra como también se sustrae un Cristo teológico enchufado a la potencia celestial. Mischkin le ha servido de doble a Nastasia y al asesino Rogochin, virtual gemelo fatídico con quien nace al mundo real desde que arriba casualmente junto a él a la estación de Petesburgo la mañana que da inicio a la novela y junto al cual halla su final, hermano en la enajenación: uno loco, el otro idiota. Es decir, Mischkin es la entidad que hace dúo con los personajes, como lo haría precisamente un autor que prefiere no instalarse sobre el mundo novelado como el manejador de las marionetas, sino acompañar a sus personajes bajo la desnuda discreción de la singularidad idiótica. Mischkin es el doble del autor-ángel sin mensaje que visita a sus personajes y cataliza sus destinos en la fugacidad de la argucia narrativa, detonando las singularidades de cada cual, afirmando la sublimidad de lo bello y lo atroz en cada persona, y arrostrando la fatalidad sacrificial de tan noble intrepidez. En ése sentido Mischkin también le hace dúo al autor, Dostoyeski. La gran habilidad para caligrafiar letras antiguas que muestra el joven ante las hermanas “Yepanchinas”, su sostenido aliento para narrar anécdotas y la manera en que casi inadvertidamente cataliza conflictos, crisis y desenlaces interiores e interpersonales entre todos los personajes que su indistinguida presencia convoca, lo estampan como gemelo del fantasma autorial.
----- III -----
Mal que bien, entre la burla y el fervor, entre el desdén, la compasión o la admiración, Mischkin produce un efecto de anagnórisis en sus interlocutores (y lectores). Durante su fugaz estancia en las vidas de San Petersburgo que alcanzan a conocerlo el príncipe ejerce un magnetismo que no por ambiguo e indescifrable deja de provocar el reconocimiento de su perturbadora pureza. Pero la literatura también nos dispensa ángeles idiotas que provocan una más incómoda curiosidad hermanada con el desreconocimiento, resumible en la interrogante expletiva “¿qué?”. Uno de ellos es el protagonista de la novela de Samuel Beckett llamado justamente Watt. La crítica ha rumiado muchísimo sobre el obvio interrogativo “what?” cifrado en este nombre que también sirve de título a la obra. El lector tampoco puede hacer otra cosa cuando lee el episodio de su incipit o aparición en la propia novela. Tres parroquianos de un suburbio citadino conversan al atardecer sobre partos y nacimientos intempestivos o malogrados, entre versos lúbricos y anécdotas grotescas, cuando de súbito intercepta su atención un tranvía de línea que deposita a Watt en medio de la calle, expulsado a son de gritos por el conductor. Los presentes no están seguros si el tranvía ha depositado a un hombre o una mujer, un paquete o un rollo de tarpaulina, un tubo o una piedra. Uno de los presentes lo ha visto antes pero reclama no poder decir absolutamente nada sobre él. Algo en el indescriptible Mr. Watt les sugiere a un “hombre de universidad”, lo cual designa el registro culto asociado a la imagen escritorial y prácticamente sella a Watts como gemelo del autor. Watt no acompaña a los personajes, sino que los interrumpe con el qué de su presencia. Mr. Hackett, el testigo más intrigado por la aparición de Watt, “arde de curiosidad y maravilla”, bajo una sensación “no desagradable” que cree incapaz de soportar por más de veinte minutos. Leemos en Mr. Hackett el trance de la idiotez, que según Clèment Rosset, surge cuando el observador atrapa la singularidad estupefacta de la cosa, “como emergencia insólita en el campo de la existencia”. Ante esta mirada, la persona idiota (que, como Watt, es indistinguible de una cosa) cobra cuerpo como ejemplar único de una especie única, hija del más absoluto prodigio, provocando en el espectador un trance oscilante entre la borrachera y la mística. Esto nos recuerda el fenómeno del plano de composición de Deleuze y Guattari, que en este caso equivale a una corriente de intercambio de singularidades entre el sujeto atrapado en la visión y la cosa contemplada. Es notorio que sea el jorobado Mr. Hackett la persona más tocada por esta cualquieridad intempestiva del protagonista; el malnacimiento torcido de Hackett era objeto de conversación del trío de hablantes citadinos al momento de maldescender Watt del tranvía (la singularidad de su joroba lo aproxima a la del vagabundo). Sin embargo, de ahí no pasa la relación entre Hackett y Watt , Watt no acompaña a nadie ni nadie acompaña jamás a Watt, que no sea por unos minutos. Esta soledad magnifica la idiotez de Watt, reducido a una sombra sin “nacionalidad, familia, lugar de origen, confesión, medios de existencia, ni marcas distintivas” —algo que no se puede ignorar, según se dice Mr. Hackett.
La curiosidad maravillada, aunque incómoda, de Hackett, invoca, como por alegoría, y por una rima literal (Hackett - Beckett), la contrapartida del autor: es el gemelo del lector, ese es su rol como primer personaje en aparecer en la escena narrativa, justo para testimoniar el descenso de Watt desde el limbo del olvido y experimentar las emociones que le harán dúo al lector imaginado en este texto. Una vez Hackett hace mutis, el lector queda solo en su deseo de interrogar sobre la pregunta de Watt. Porque Watt posee toda la extrañeza de una pregunta viviente, una extrañeza tan tenaz que ni siquiera admite las identidades patológicas, digamos, de la locura o de la monstruosidad.
El vagabundo Watt se alimenta, sonríe, viaja, camina, habla, percibe, piensa, ama, llora de maneras inéditas que hacen pensar en un alienígena, más que en un caso clínico. Sus rarezas no parecen derivar de sus incapacidades, sino de su capacidad para desnaturalizar aquellas funciones que lo definirían como ser humano natural. Su alimento exclusivo es la leche. Cuando aborda el tren siempre se sienta de espaldas a su destino. Camina sin jamás doblar las rodillas (aunque el narrador asegura que su personaje puede doblar perfectamente sus rodillas cuando quiere hacerlo). Con cada paso su cuerpo ejecuta maniobras insólitas: las piernas se extienden alternadamente hacia cada punto cardinal, seguidas del torso, mientras la cabeza oscila a cuartos de círculo, logrando el caminante avanzar, sin embargo, en perfecta línea recta, en lo que el narrador resume como un “funambulistic stagger”. Watt habla tan rápido, en registro tan grave y en volumen tan bajo, que desafía, según el narrador, lo creíble. Además asume el tono de “alguien que habla en dictado o recita como un loro un texto con el cual se ha familiarizado de tanto repetirlo”. Aparte pronunciar frases oscuras, emplea un codigo de triple inversión alternada: invierte o el orden de las frases en el enunciado o el orden de las palabras en la frase o el orden de las letras en la palabra —los tres planos de inversión se dan todos a la vez o en distintas combinaciones (a todo esto el narrador asegura que Watt es un gran lingüista). Al percibir y pensar, Watt muestra total desinterés en saber lo que las cosas realmente significan, sólo intenta saber aquello que se pretende signifiquen. Con respecto a los incidentes de su existencia, “lo que le perturba no es tanto no saber lo que ha ocurrido, pues en verdad no le importa nada que ocurra, sino saber que nada ha ocurrido y que algo que es nada ha ocurrido, con la mayor claridad formal, y que esa nada seguirá ocurriendo...”, y que la gente, incluído él mismo, inventa significados a partir de esta nada que ocurre. Para rematar, es preciso enterarnos de que sólo hay cuatro cosas cosas que le disgustan particularmente a Watt: la luna, el sol, el cielo y la tierra.
Toda esta experiencia de alienidad abona al mito de autor confeccionado en la escritura de Beckett. El personaje Watt es el gemelo de la imagen autorial, un ángel acompañante en la forja de ese mundo escritural tan característico de Beckett, en el cual la más absoluta indigencia del mundo ofrece, en sus más banales, abyectas y cerradas rutinas del no-acontecer, una inexplicable apertura al acontecimiento. De Watt se dice en el texto lo que Beckett se dice en su obra: “No, él nunca habría hablado de todo esto si todo continuara significando nada, si bien parte de ello continua significando nada, hay que decirlo, hasta el final. Pero la única manera en que uno puede hablar de nada es hablar como si fuera algo, lo mismo que la única manera en que uno puede hablar de Dios, es hablar de él como si fuera un hombre [...] y la única manera en que uno puede hablar del hombre [...] es hablar de él como si fuera una termita.” No es la predicación de pertenencia o de identidad propia del uso representacional del lenguaje, sino la experimentación de la no-pertenencia, del extrañamiento, de la alienidad del estar en el mundo, propios de una escritura que materializa la experiencia sin pretender representarla, lo que salva el sentido como acontecimiento y el acontecimiento como sentido. Por ello Watt no habla de lo que es como lo que es, sino como lo otro que supuestamente continua no siendo. La cadena nada-algo-Dios-hombre-termita aquí citada es una secuencia de continuo desreconocimiento y extrañamento mediante la cual se forja la experiencia de sentido que le importa a Watt, a quien le interesa descifrar, no lo que las cosas “realmente significan”, sino lo que se pretende signifiquen.
La tercera parte de la novela se ubica en una época posterior a la estancia de Watt en casa de Mr. Knott. Queda claro que Watt es el informante único de los hechos referidos en la novela, en especial las insólitas rutinas de la casa de Mr. Knott donde él ha servido por un tiempo indetrminado. El narrador funge de amanuense que recoge el dictado de Watt lo mejor que puede, dadas las exentricidades comunicativas ya señaladas. Al parecer ambos residen en alguna institución indistinguible de un manicomio, un hospital o un asilo de ancianos o indigentes. Para esta época a Watt le gusta el sol y al narador el viento. Watt sale a pasear por los jardines de la institución sólo cuando hace sol. El narrador sólo sale cuando hace viento. Ambos se encuentran exclusivamente en días soleados ventosos. Aduce este amigo y copista de las fragmentarias reminiscencias de Watt que en determinado momento los trasladan a pabellones separados. Ambos se reencuentran casualmente, mucho después, un día de sol y viento en una estrechísima zona de nadie entre las dos verjas alambradas que separan los perímetros campestres de cada pabellón. Feraces arbustos y alambres han herido y derribado a Watt, como consecuencia de su funambulesco modo de andar y la estrechez del pasadizo fronterizo. El narrador levanta a Watt, limpia su rostro ensangrentado, coloca ungüento en sus heridas, lo peina, cepilla sus ropas, lo abraza y besa en la frente, diciendole a Watt, que no le oye: “Estar juntos otra vez, después de tanto tiempo, nosotros que amamos el viento soleado, el sol ventoso, en el sol, en el viento, eso es quizás algo, quizás algo.” Ambos personajes caminan juntos, en una danza torpe de salvamento para salir del laberinto alambrado y espinoso, especie de trampa que, precisamente, ha permitido su encuentro. Ambos son narradores. Watt ha contado todo lo que el narador (autor) nos relata en el texto. Los dos se acompañan fugazmente en un proceso de desrreconocimiento que es la trampa de la escritura misma, donde aflora la idiotez, es decir, la singularidad como catalítico de auténticos encuentros forjados más allá de la identidad, más acá de la fusión metafísica de las almas. El idiota, en su alienada soledad e insignificancia, surge como mito autorial de la más pura ilusión moderna de comunidad, cifrada como estrategia de desilusión.
[Continúa]
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