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8.12.2004

"Pero el Tajo no es más bello que..."

Atención Huésped S
[Continuación "Idiota escritor"]

----- IV -----

Fernando Pessoa forja el mito de autor sin el cual su obra sería inconcebible estableciendo una comunidad fraterna de heterónimos que alberga las singularidades en fuga de su desencontrada personalidad literaria. Es conocido su testimonio sobre los momentos de trance en que parió psíquicamente al trío de personajes con que firma tres partes de su obra: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos. El primero, Caeiro, es el ángel tutelar que vela sobre Reis, de Campos y Pessoa. Hace dúo con cada uno en su singulariad. Ninguno de los “autores” pessoescos objetaría sustentar, con Reis, que fue Caeiro “el gran Libertador que nos devolvió, cantando, a la nada luminosa que somos”. El romance fraternal de los heterónimos urdido por Pessoa, coloca a Alberto Caeiro en la soledad del campo... “Ignorante de la vida y casi ignorante de las letras, casi sin convivencia ni cultura” —aduce el prefacio de Ricardo Reis a las poesías completas del maestro. La filosofía idiotista de Alberto Caeiro suple la clave de su magisterio poético sobre el grupo (incluido el “autor real” Fernando Pessoa). Cada poema de Caeiro descubre una manera sorpresiva de decir por vez primera que “el único sentido oculto de las cosas / es que no tienen ningún sentido oculto” o que “ser una cosa es no ser susceptible de interpretación” o que “la única inocencia es no pensar”. La metafísica idiotista de Caeiro ofrece la posibilidad de pensar en nada, lo cual, como diría un personaje de Beckett, ya es algo: “Bastante metafísica hay en no pensar en nada”, asegura un poema de Caeiro. Cada cosa, cada momento de percepción y cada enunciado es de una singularidad innominable, irrepetible e irremplazable:

El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.

Estos tres versos repetitivos ofrecen una factura sintáctico-semántica idiótica al no admitir la elipsis, la nominación, el pronombre relativo o el principio de contradicción. Cada uno de los versos posee un valor insustituible, aunque relacionable. El primero establece la comparación ordinaria, posibilitada por un lenguaje representativo. Los otros dos versos rebasan la comparación, sin sustituir su validez relacional, para afirmar la singularidad de ese “rio que pasa por mi aldea” asumido como una cualquieridad  que ni siquiera es intercambiable por un nombre o un pronombre, singularidad pronunciada cada una de las tres veces como si se la asumiera de nuevo bajo un cariz único. El “rio que pasa por mi aldea” se quiere tal cual, independientemente de los atributos que posea o deje de poseer, éste o cualquier otro río. El salto a la cualquieridad de la enunciación es tan completo que ni siquiera contradice el primer enunciado comparativo, al colocarse todo el conjunto en otro plano, extraordinario, del lenguaje. Así Caeiro crea un idioma-cosa donde las flores, los árboles, los lugares, las personas casi nunca reciben nombre, para evitar colocarlas no sólo bajo la categoría de la especie, sino siquiera bajo la clase del nombre propio. El vocabulario de esta poesía constituye una serie cerrada en que las palabras se emplean de un modo invariable y repetitivo asumiéndoselas tal cual, en su cualquieridad, sin admitir sinónimos, ni mantener siquiera la sinonimia consigo mismas, es decir, su identidad léxica, hasta el punto que los vocablos más sencillos del lenguaje se convierten en palabras-cosas singulares. Cada una es una palabra por separado: la “flor” en un verso es una cosa distinta de la “flor” en el siguiente verso, precisamente porque se guarda de ser identificable (sustituible) por nombre propio alguno. Esta palabra “flor” que está colocada en este lugar del texto es diferente de esa otra palabra “flor” que aparece ahora aquí. Y eso es lo que hace de cada una una realidad no-duplicable, idiota, en el sentido etimológico que aquí atribuimos al concepto. Esa escritura que no representa, copia o adecúa la imagen de una experiencia, sino que constituye ella misma una acontecimiento de vida, es el legado de Caeiro a sus amados discípulos. El idioma de Caeiro, pronunciado “como si fuese un axioma de la tierra”, estremece a Alvaro de Campos en todas sus sensaciones, otorgándole “una virginidad que no tenía”. Fernando Pessoa confiesa haber derramado “lagrimas verdaderas” al escribir las notas donde Alvaro de Campos afirma lo anterior. El maestro Caeiro no propone un estilo, tampoco una estética o una filosofía, sino “un estudio profundo / un aprendizaje de desaprender”, semejante al evangélico volverse niño:

Yo no tengo filosofía: tengo sentidos...
Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque quien ama nunca sabe lo que ama,
ni sabe lo que ama, ni qué es amar...

Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia es no pensar...

Es interesante que Caeiro, en el famoso poema VIII, también cuenta con su gemelo autorial en la figura de un Jesucristo que asume algunas características del Jesús nietzscheano en su desprendimiento de la autoridad divina y su liberación cuasi-budista de la dinámica de la culpa y el castigo. La benevolencia amoral, lúdica e infantil, inocente, en fin, del niño Jesús que desciende a morar con Caeiro, agrega aquí una frivolidad de la ilusión de la que carece el Jesús anticrístico del filósofo alemán. El “Niño Eterno” de Caeiro no padece ni predica, sino que señala con su risa la santa idiotez del mundo. Caeiro se relaciona con su acompañante de la misma manera en que lo hacen Pessoa y los heterónimos con el propio Caeiro, establece un vínculo de gemelidad tutelar:

El Niño Eterno me acompaña siempre.
La dirección de mi mirada es la que señala mi dedo.
Mi oído atento alegremente a todos los sentidos
son las cosquillas que él me hace, jugando, en las orejas.

Nos llevamos tan bien el uno con el otro
en compañía de todo
que nunca pensamos el uno en el otro,
pero vivimos juntos siendo dos
con un acuerdo íntimo
como la mano derecha y la izquierda.

William Wordsworth ha dicho que el niño es el padre del hombre y el movimiento de la nueva era se encaracola sobre un alegado “niño interior”, pero semejantes filogenias del individuo poco tienen que ver con este “acuerdo íntimo” entre el sujeto que escribe su mito de autor y la entidad singular que lo acompaña. Esta entidad singularizante es irreductible a la “interioridad” del sujeto. El idiota escritor puede ser muy niño si lo consigue, pero siempre es un ser en devenir con las singularidades de la escritura, en compañía del autor imaginado en ella. De ninguna manera equivale a un “verdadero yo” del autor ni nada parecido. El idiota escritor es la larvaria personificación de ese “algo” inmarscesible por el sentido del mundo que abre la puerta del lenguaje desde y hacia la nada. Él arriba desde una exterioridad límbica y retorna a ella, no antes de catalizar la comunidad singular-plural de ciertos espacios literarios —una comunidad habitada por díadas y otras formas del ser-con más bien impropias e irrepresentables ante el sentido común que regula al individuo y lo colectivo en nuestras sociedades realmente existentes.