Huésped S:
[Continuación "Idiota escritor"]
----- VI -----
Otra cosa es cuando el idiota pasa, de ser la figura gemela del autor, a encarnar por sí mismo la función-autor, convirtiéndose en máquina idiota de escritura. En su biografía de 3 volúmenes sobre Gustave Flaubert, titulada, muy a propósito, El idiota de la familia, Jean Paul Sartre construye una vida del autor como idiota que alcanza proporciones megalíticas. Sartre es aquí el lector exhaustivo de una masa ciclópea de textos que le permiten crear a un hombre en tanto producto de la suma de sus idioteces., es decir, de los enunciados que le corresponden como sujeto o como objeto del discurso y que alcanzan a estampar la singularidad intransferible de su genio literario. Sartre destaca que la idiotez fundacional de Flaubert la pronuncia el padre ante la supuesta incapacidad del pequeño Gustave para aprender a escribir antes de los 9 años. Los comentarios de Sartre sugieren que el desarrollo del lenguaje en Gustave de algún modo se arresta e involuciona en la forma de una burbuja del sentido adherida al imaginario presimbólico. “Es como si el sentido... en lugar de trabar un esquema conceptual y práctico, en lugar de relacionarse con otros esquemas de la misma especie, permaneciera aglutinado al signo. Como si el signo mismo, en lugar de fundirse a su imagen interior, permaneciera para esta consciencia en su materialidad sonora”. Y añade Sartre... “Por tanto, uno no se sorprendería de que, bajo ciertas condiciones, el desarrollo del lenguaje se detuviera y que, en la medida en que no se completara, las operaciones verbales parecieran enloquecer. Este pensamiento cautivo, sostenido pero aplastado por la presencia real de su signo, nos lo hemos topado en las pociones mágicas, en los versos dorados y los carmina sacra; nos lo encontramos cada noche en nuestros sueños”. Sartre había leído The Sound and the Fury en su momento y consigna en alguna parte la fuerte impresión que le causó la novela, si bien no compartió la desolada profecía del idiota Benjy. Es muy propio de la época de Faulkner y de Sartre, que ambos hayan remitido la lingüística idiótica de sus “narradores” literarios a la concepción freudiana del lenguaje de los sueños y a su funcionamiento presimbólico, donde las imágenes actuan como letras encadenables en las condensaciones y desplazamientos fortuitos de su materialidad. Cuando Benjy se arrima a la verja del campo de golf construido por los desarrollistas en las tierras que hubieron constituido la herencia de su familia desposeida y escucha a los jugadores llamar al “caddy”, siente brotar de su garganta el mismo aullido que emitía cuando no encontraba a su amada, deseada y desaparecida hermana Candace, Caddy. Tal es la escena sonora que abre The Sound and The Fury. Muestra el trance onírico de un lenguaje donde los signos, si así se les puede llamar, se articulan en un mismo plano operativo que encadena afectos, flujos preorgánicos del cuerpo, imágenes sonoras y visuales, sin montar un segundo plano de la representación. Lo que Sartre nos presenta como un arresto en el desarrollo biográfico del lenguaje del genio, constituye, por supuesto, una factura literaria suya, compartida con Faulkner, que simula efectos de inmersión en el plano de consistencia puramente fenoménico de un real atisbado en su pura idiotez tal cual invita a hacerlo Clement Rosset, a tenor con la sentencia de Macbeth. La simulación de Faulkner es performativa, y la de Sartre es descriptiva. Ambos traman la salida en escena del idiota como máquina narativa. Sartre dice, presentando a Flaubert: “Voilà le monstre, voilá l’enfant idiot”. Pero Faulkner casi dice “yo soy el idiota” cuando asume el performance narrativo del inmenso infante Benjy y lo coloca al frente de su novela, recitando el preludio lírico al abismamiento de la familia Compson. Esto aparte de que, en el caso de Sartre, hay que ser bien idiota, en el mejor sentido de la palabra, para dedicar 10 años a realizar la biografía en 1,500 páginas de una trayectoria individual cuyo único evento singular es su obra de ficción.
Es irónico que Sartre haya desarrollado una teoría bastante anti-productiva de la producción literaria flaubertiana. Tradicionalmente Flaubert se nos aparece en su cuidada y exquisita prosa como supremo tallador del verbo. Su obra se nos ofrenda como producto final e insuperable de una labor especializada casi sacramental y sacrificial, en el culto de la estética literaria. Asistimos a un producto en cuya excelsa aura objetual se sublima mientras desaparece, sacrificialmente, toda la genealogía de su producción material y subjetiva. El artista es el producto. El producto es el artista. Pero se anula, en su consumación, el proceso que los constituye a ambos. Nos quedamos con el sujeto supuesto a saber y con el producto de la sabiduría. En ello consiste la concepción productivista a la que usualmente adscribimos el texto Flaubert. En la medida en que desarticula al autor como sujeto a lo largo de su ciclópea rumiación de incontables testimonios y residuos biográficos que mezclan los documentos donde Flaubert dice con aquéllos que dicen a Flaubert, Sartre destruye la noción del autor como productor y obtiene la figura del virtuoso idiota. Obtenemos a un Flaubert que “...nunca piensa: el defensor del “objetivismo” [la obra como producto], no tiene ninguna objetividad; esto significa que él no asume las distancias reales entre él y el mundo; en consecuencia, el lenguaje reaparece en él y fuera de él con una obsesiva materialidad”. En Flaubert, dice Sartre, uno no habla, sino que es hablado por el lenguaje, por tanto “él nos infecta de un pensamiento al revés” donde todo producto lingüístico, lejos de derivar del acto subjetivo de crear y pensar, se impone como resultado de los innumerables e inescapables lugares comunes de la lengua social recibida. No pensamos nada ni inventamos nada al hablar o escribir, sólo aplicamos los chatos lugares comunes recibidos de una sociedad masificada que no puede ser sino el criadero de la idiotez, entendida en el peor sentido de la bêtise generalizada que, por definición, impregna lo social según Flaubert. La pregunta es si existe tal cosa como un pensar o decir original, en un medio avasallante donde todo lo que se enuncia es la repetición de lo ya comúnmente dicho. A efectos de esta terrible interrogante Flaubert confeccionó durante su vida un Diccionario de las ideas recibidas, dedicado a consignar la estupidez del lenguaje ordinario. Sartre nos presenta a un Flaubert que se abisma, fascinado, en la ambigüedad de la bêtise moderna. Sartre halla que la bêtise le fascina a Flaubert precisamente por su ambigüedad, pues ella se bifurca sutilmente en dos vertientes sólo precariamente distinguibles. Sartre explica que, por un lado, tenemos a la estupidez o bêtise del individuo clasemediero que repite, cual inevitablemente lo hacemos todos, frases recibidas al estilo de “¡Como ha progresado el mundo, ya gracias al avión, Moscú queda más cerca de París que Lyon!”. Es un enunciado en el que no se ha dicho ni pensado nada que no sea un lugar común repetido por los medios. Sartre analiza aquí la más banal versión sigloveintista del tipo de frase recibida en ese medio pequeño burgués decimonónico que Flaubert detestó intensamente sin osar rechazrlo. Hoy podríamos ofrecer ejemplos similares a partir de lugares comunes actualizados como la “maravilla de la internet”. Citamos sólo un aspecto trivial de la tontería generalizada que impregna todo tipo de tema o expresión, desde el amor, la democracia o la literatura, hasta la filosofía, en la atmósfera mediática moderna. Flaubert no pretendió anteponer la espiritualidad inédita del genio a la inescapable bêtise del medio social. Concebía de alguna manera que tal pretensión ya pertenecía al muestrario de las ideas recibidas que tanto le fascinaban e incomodaban. Su estrategia consistió en intensificar su innegable complicidad con esa bêtise yacente en la insulsa materialidad del homo sociologicus moderno. Concibió terminar de aniquilar lo que quedaba de vida y pensamiento en la sociedad moderna como si así, la materia, purificándose en sí misma, pudiera realizar su plenitud. Flaubert, dice Sartre, llegó a entender que “la bêtise era una operación pasiva mediante la cual el hombre recurre a la inercia para interiorizar la impasibilidad, la profundidad infinita, la permanencia, la presencia total e instantánea de la materia”. la glorificación de la materia se realizaría mediante procesos de mineralización del lenguaje, casi un proceso místico en que se alcanzaría a ser la materia en sí, tal cual ella se cristaliza en la virtuosa factura del signo que escenifica el performance escritural. Explica Sartre que esta estrategia consistiría en combatir la bêtise en los otros sin jamás atacarla, sino, por el contrario, realizarla en carne propia, convirtiéndose en su medium y su mártir, para manifestarla en la propia persona: en una palabra, Flaubert sueña con cargar sobre sí la Bêtise del mundo, convertirse en su chivo expiatorio.
No empece este aliento místico de entrega a la sustancia inconsciente, redentora, de la pura materialidad del objeto artístico que resulta de ella, el arte de Flaubert todavía permanece en la estética de la productividad, si bien pretende aniquilar la voluntad pensante del sujeto artístico que se anula en ella. Una obra como Salammbô, con toda la enervante impasibilidad que destila su prosa-objeto, se autopresenta, en su morbo arqueológico, en su cruel despojo de los presupuestos reflexivos y morales del exotismo bienpensante, y en la vitalidad de un estilo que corresponde al vaciamiento de vida y de espíritu del mundo novelado, como producto contenido en sí mismo, cual el resplandor estatuario de la bella protagonista. Pero las cotas de calculado preciosismo escaladas por el estilo flaubertiano apenas convalidan la marca de virtuoso idiota que Sartre se apresura a imprimir en la frente del autor. Sartre construye una máquina idiota de escritura que él llama “Flaubert”, pero Flaubert se desidiotiza en el aura del objeto idiota realmente existente que es su obra.
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