Situado en Destruction Bay, Provincia del Yukon, Canadá. Número variable de habitaciones disponibles. Contactar al Concierge o al Huésped S.

8.27.2004

JUAREBER

Qualumque, Quodlibet, Whatever, Cualquiera, Comoquiera, Tal cual... Juaréber

¿Sabes tú cuál animal eres...

Sabes tú cuál animal eres en el proceso de tu devenir y en particular qué es lo que él deviene en ti, una Cosa o una Entidad a lo Lovecraft, lo innombrable, la 'bestia intelectual', tanto menos intelectual por cuanto escribe con sus suecos de madera, con su ojo muerto, con sus antenas y sus mandíbulas, con su ausencia de rostro, toda una turbamulta en tu interior en persecusión de qué, de una ráfaga de brujas?" Estas rumiaciones de Gilles Deleuze retratan el engendro literario injertado a su mano de escribir -esa criatura, cosa o máquina que le arrebata el pulso en tantas páginas suyas saturadas de alusiones literarias que brotan como tubérculos sin tallo ni raíz, como homúnculos sin pies ni cabeza, no para adosar el enunciado filosófico, sino para inyectarle la dosis de anomalía que éste requiere en todo momento.

Deleuze y la literatura

No leo sin dejar de sonreir, a veces con desprecio...

One may not do whatever one wants with the language; it was there before we were; it will survive us. If one affects the language of anything, it must be done in a refined way, by respecting its secret law through disrespect. That's it, unfaithful fidelity: when I do violence to the French language, I do it with a refined respect for what I believe to be an injunction of this language, in its life, its evolution. I don't read without smiling, sometimes in contempt, those who believe they can, without any love, rape the French language's "classic" spelling or syntax, with their little airs of prematurely ejaculating virgins, while the great French language, as untouchable as ever, watches them do it while waiting for the next one.
t r u t h o u t - Jean Birnbaum | Jacques Derrida: "I am at War with Myself"

8.21.2004

El blog del gran FADANELLI

"Vladimiro el árabe"
Vladimiro Pérez no es precisamente un experto en asuntos islámicos aunque él piense lo contrario. Sedentario por naturaleza, vive desde hace muchos años con su mujer y su hija en un modesto departamento que no le pertenece, un conjunto de cuartos viejos que renta a cambio de la mitad de su sueldo.
A pesar de ser una persona tolerante, su mujer está cansada de escucharlo opinar acerca de cuestiones que tan poco le conciernen a una familia mexicana.

Porquería

Entrevista a Rolando Sánchez Mejías

-En España, además, parece que se exigiera de la literatura cubana una inflexión tropicalista, un exótico color local, y a mí me parece que tú también te rebelas enérgicamente contra eso.

-El tropicalismo es otra cosa, es algo más directo y tiene que ver con la prosa, con el relato específicamente. Es un producto del mercado europeo del libro, de la presión de las editoriales españolas, francesas y alemanas sobre todo por un tipo de literatura vendible, aquí no hay nada barroco o neo o post barroco, sencillamente debe haber mucho sexo, un poco de argot cubano e ingredientes pseudo políticos.

Diario de Poesia

8.16.2004

La estrategia de Chochueca

BAJO LA MIRADA DE DIOS Y DE LOS PERROS

La escritora dominicana Rita Indiana Hernández tiene 25 años, 6 pies con 3 pulgadas de estatura y una excelente novela: La estrategia de Chochueca. Aunque el libro se agotó en las librerías de la capital al poco tiempo de salir, a juzgar por los medios culturales establecidos, no ha existido. Sin embargo, ya es objeto de un culto literario fundado en la fotocopia furtiva. Según el crítico Néstor E. Rodríguez se trata de “la contribución más importante a la novelística dominicana de los últimos 20 años”. Y Emilio Winter Montalvo lo considera una tentativa de aprehender la posmodernidad propia de las sociedades periféricas.* El título nos recuerda la “estrategia de lo peor” preconizada por Jean Baudrillard para estos tiempos del paroxismo.

Silvia, la joven protagonista y narradora del relato, asume, en efecto, una “estrategia de Chochueca” (así se llama un personaje de la cuentística popular que roba atributos y prendas a los muertos). Ella sigue la corriente de lo que le acontece sin otra resistencia que un discreto terrorismo de la ironía y la distancia. Algunos le llaman a eso “pasividad radical”. Las aventuras de Silvia discurren por una zona gris de la ciudad primada de América, habitada de ravers, cyber-freaks y poetas dedicados a la rola, el sexo, el perico y, en sus límites, la delincuencia ocasional —típica frontera nebulosa entre la alta clase media americanizada y el lumpenato, díria un sociólogo. Pero la novela celebra a su modo los cuerpos jóvenes y las mentes privilegiadas enfrascadas en la fuga paradójica de la ruptura y el placer. Son “bravos del placer”, como pedía el alejandrino Cavafis, hedonistas ilustrados en el desgaste de la cultura moderna arrancada a pedazos en una ciudad tropical que encarna la anti-utopía tan temida. En vez de las palmeras, el cielo azul y el mar que en la distancia parece que se unen, y de los resorts todo-incluído, destacan las vecindades miserables, los cafetines tiernamente tacky de una bohemia espectral, las calles atestadas de turistas, mendigos y vendedores minusválidos, el fango callejero que se adhiere a las ruedas del vehículo todo-terreno y que los niños de las barriadas corren a remover con palitos. Pero ahí mismo Silvia y sus amigos cultivan un sofisticado estilo cool de subsistencia y creación, unas situaciones que los definen en su intimidad profunda de una nueva manera, en imperceptible ruptura con las generaciones todavía adheridas a un proyecto agotado de sociedad. Esas situaciones incluyen también una sexualidad otra bastante demarcada en la novela, para la cual la palabra queer sería ridícula.

Desencajados del magma social, solos en sus rituales exquisitos de cool-idad, los personajes se acompañan por la avenidas de Santo Domingo labrando un sensorium propio. Urden esas estructuras nuevas de la sensibilidad que gustaba invocar Walter Benjamin. Dice Silvia: “Porque cuando estábamos juntos el día se sacudía el polvo de encima y se volvía una luciérnaga enorme sobre la que tú y yo recorríamos la ciudad en círculos perfectos e inservibles, escarbando este laberinto de pelusas que es Santo Domingo”. Actuar con cierto estilo y actitud en tales condiciones proporciona una distinción existencial, sin importar la invisibilidad del acto. “Por un momento es delicioso saberse sola en este subdesarrollo de mierda”, cavila la protagonista mientras camina con su secreto por las calles. Y tal secreto, aparte de la conspiración “cool” del momento, incluye la escritura. Este texto revela a una gran artista de la palabra escrita y del arte de contar. Ese es el máximo gesto contenido en la obra, un tesoro espiritual más de nuestro “subdesarrollo” supuesto. Es digna de disfrute la delicadeza literaria con que se trabaja el habla juvenil citadina de la R.D., incorporando sus vivos criollismos y anglicismos, además de la gracia con que se hilvanan ritmos orales y escriturales en episodios cíclicos que acompañan la leve progresión de la intriga.

A mi juicio esta obra comunica de modo especial con ¡Que viva la música! (1976), del colombiano Andrés Caicedo. Quizás el personaje de Silvia encarna un avatar de aquella María del Carmen Huerta, la roquera loca de Cali que Caicedo mismo secretamente ansió ser hasta el instante del suicidio. Ambas, María del Carmen y Silvia, son rubias melómanas que deambulan por ciudades afrolatinas, acechantes y calurosas. El texto de Rita Indiana Hernández también pasa por el trance de la música, el morbo nihilista de la ruptura y la celebración de una juventud abierta, literalmente, a la herida de la experiencia. Vibra la misma sexualidad otra. Sin embargo la explosión contra-cultural y el impulso de transgresión quedan atrás en La estrategia de Chochueca. Para Caicedo la experiencia era fatalmente imposible porque siempre degeneraba en experimento. Para Rita Indiana Hernández la experiencia se trueca en actitud. Aquella era una rebeldía roquera, agónica, tropezante bajo “la marcha del progreso”. Ésta es una indiferencia pop, coolmente agresiva, divertida y desgajada con el desfondamiento del “progreso” en nuestras sociedades.

Emilio Winter Montalvo sitúa a la autora entre narradores como Pedro Gutiérrez, el autor de la Trilogía de la Habana (de hecho, esta novela corta o nouvelle de Rita Indiana Hernández, también integra una virtual trilogía urbana, junto a dos volúmenes que le suceden: Santo Domingo No Problem y Ciencia-succión). Tal vez ambos autores coincidan al abordar con cierto hiperrealismo la ingobernabilidad social y moral del Caribe posmoderno, pero Rita Indiana Hernández no participa del gesto transgresor del escritor cubano y su muy vendido “shock value”. En el relato de Rita no hay un gran Otro al cual impresionar con una histeria maldita propia de una sensibilidad moderna ya perimida. Para ella, al menos en este mundo, parece que todos somos los domini cani, nombre en latín de la orden religiosa que significa “los perros de Dios” y que sirve de gentilicio a su nación. Ella adopta “la estrategia de Chochueca”, en la cual no hay nada que transgredir sino “hacer caminar los zapatos de un muerto”, asumir poses cool por dignidad y creatividad propia sin ninguna autoridad u ojo paterno al cual provocar en este mundo. Como dice Silvia: “sé que pululamos bajo la mirada de Dios y de los perros únicamente, pero eso ya es algo”.

[Juan Duchesne Winter]


* Ver El mono adivino 2, revista electrónica en www.monoadivino.org

8.13.2004

ALBERTO LAISECA

"Ella era gordita, petisa, tetona y vivía en Nueva York. Además era terriblemente distraída. Noten esto porque es importante para la historia. Hacía un calor espantoso y húmedo. La petisa trotaba por las calles sin bombacha. Pero no por puta sino por acalorada..."
El gusano máximo de la vida misma

Osvaldo Lamborghini

"Las inscripciones luminosas arrojaban esporádica luz sobre nuestros rostros. "No Seremos Nunca Carne Bolchevique Dios Patria Hogar". "Dos, Tres Vietnam". "Perón Es Revolución". "Solidaridad Activa Con Las Guerrillas". "Por Un Ampliofrente Propaz". Alcira Fafó fumaba el clásico cigarrillo de sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de las letras, que eran de mil colores. Me lo agarró al entrañable Sebas de una oreja y lo derrumbó bajo el peso de la bandera. Yo la ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así, salimos en manifestación."
El Fiord

8.12.2004

"¿Es o se hace?"

Huésped S
[Coda y final de "Idiota escritor"]

----- CODA: Aira -----
En la obra de César Aira se expone un intento impresionante de constituir la máquina idiota de la escritura, armada como máquina de olvido de la tradición literaria, en tanto memoria de la producción estética. Después de leer unas 30 novelas y relatos de este autor buscando el punto de dispersón y obsolescencia en torno al cual gira un estilo que se autodesvaloriza incesantemente, hallé un texto de Sandra Contreras que me libró de la necesidad de escribir sobre Aira, tal cual él se libra de convertir sus textos en productos acabados, es decir, de escribir obras, para sólo escribir escrituras. Las obras de Aira se olvidan de sí mismas en tanto obras, al sobrecoser con vanos hilos, en su fiebre diseminada, el aniquilante lugar común, la memoria autodestructiva de las ideas recibidas, propia la atmósfera absulutamente masificada de nuestra época, en la que casi nada escapa a la obsolescencia programada, a la devaluación cósmica del pensamiento y el lenguaje.
No sé si es mejor leer el volumen crítico de Sandra Contreras titulado Las vueltas de César Aira antes o después de hacerse la prueba “Aira”. Yo lo he leído después. La prueba consiste en tirarse la mayor parte del medio centenar de libros y libritos publicados por este autor, entregándose a la sola búsqueda de eso que llaman el estremecimiento de lo nuevo, es decir, de lo novelesco en su más adictivo impacto imaginario. Una prueba es certera en la medida en que se sustraen todas las garantías de “pasarla” con éxito. En esta sociedad del riesgo anticipado el lector culto quiere gozarse una obra literaria y contar a su vez con la garantía de que no “pierde el tiempo”, que no se entrega a la dosis anti-aburrimiento o la descarga de tensiones propias del consumo masivo ordinario, sino que, constadadas ciertas señas de “artisticidad” en el producto, ejerce el ocio enaltecedor, incrementa sus conocimientos, confirma que “libro es cultura” y que gracias a ello él es una mejor persona. Sin embargo, para algunos, la esencia de la aventura literaria consiste en descartar todas esas premisas.
Sandra Contreras dice que Aira paga el precio de exponerse como un idiota en su tentativa de advenir a la experiencia artística suprema a partir de las formas devaluadas de la cultura contemporánea. Creo que el lector consecuente de Aira también paga el precio de leer como un idiota unos relatos que vienen desprovistos de signos confiables de calidad, no tanto por su ensambladura gramática, escolarmente fluída, sino por su factura idiota. Idiotez literal, si nos atenemos a la etimología griega antes comentada, según la cual es idiota quien sólo habla una lengua que nadie más habla. En el ya citado Tratado sobre la idiotez, Clément Rosset sostiene que toda cosa o persona es idiota en tanto es única y no se puede duplicar sin que devenga otra. Las vueltas de Aira insiste en la ambición estética de potenciar una actividad creativa única, inintercambiable, insustituíble e irrepetible, propia de este autor, quien no se cansa de admirar al gran Duchamp, genio idiota si hay alguno en el lapso sigloveintista de la Vanguardia. La “vuelta” de Aira —deja saber Sandra Contreras— consiste en que en su búsqueda de lo nuevo no recurre a curar formas inéditas intocadas por la banalidad de la cultura masificada, tampoco autentifica sus lenguajes a partir de la parodia o la inversión irónica de las formas devaluadas y ni siquiera opta por afirmar esa devaluación y legitimarla como dialéctica populista. Aquí viene a propósito la mención de Duchamp, porque estimo que Aira también destila la esencia idiótica del ready-made. El ready-made extrae el objeto de la serialidad mercantil que reduce su valor formal a mera equivalencia y expone esa misma nada de la existencia serial del objeto en su plena insignificancia e idiotez. El ready-made (sacar un objeto de su serialidad o del sistema de objetos y reiterarlo en su puro estar formal) es una repetición que vacía la repetición mediante el acto irrepetible de crearse ex-nihilo como acción de arte. Hace bien Sandra Contreras al enfatizar la polémica enemistad de Aira con la literatura concebida como trabajo. El ready-made desprecia el arte como producción (proceso determinado por el cálculo insumo-producto) para afirmarlo como puro acto de creación en el cual desaparecen, consumados, productor y producto. Tras la más somera apreciación uno intuye (sólo intuye) que gente como Duchamp o César Aira no son simples chapuceros, son más bien virtuosos, en el sentido que da al término Paolo Virno, siguiendo a Marx. El virtuoso, según Virno, no es un productor en la medida en que el acento de su arte gravita sobre el acto, cobrando la obra-producto un valor ancilar. El artista se impone una disciplina del performance como evento de virtuosismo, pero ignora la disciplina de trabajo en lo que concierne al “control de calidad” del producto. La obra resultante entonces vale como registro de una acción de arte, más que como objeto de arte en sí misma. Pero el ready-made es un anti-producto artístico en un doble sentido: no produce nada nuevo, sólo reinstala el idiotismo de lo que hay, y como acción tampoco dice nada y es induplicable porque consiste en la duplicación misma afirmada como acto único —cosa perfectamente Idiota. Pero, como dice Watt, el gemelo idiota de Samuel Beckett, ya saber que ha ocurrido nada, es algo.
César Aira coloca cada frase, motivo, tema y elemento de género a manera de una fila india de ready mades empotrados en un continuo sin fisuras perfectamente legible, logrando, en su inestable efecto de normalización, un fácil lenguaje idiota que nadie sabe si lo comprende en primera instancia, no porque no se asemeje a ningún lenguaje literario conocido, sino porque convierte sus semenjanzas en desmejanzas al repetirlas según esa ambigua intencionalidad que muy bien analiza el libro de Contreras. Uno lee aun los libros más “inspirados” de Aira como, por ejemplo, Una novela china (la cual se balancea funambulescamente entre el orientalismo, el kitsch zen, el cliché new age y la más sobrecogedora delicadeza) conteneniendo el aliento ante la incertidumbre de si, como diría el Dr. Seuss, “does he say what he means or does he mean what he says”, o como pregunta un crítico citado en Las vueltas… , “¿es… o se hace?”. Sabido es que se requiere ser idiota para captar la más profunda idiotez de un lenguaje. Y en ese sentido muchos lectores acompañamos a Aira. El príncipe Mischkin, protagonista de El Idiota, de Dostoyevski, se dice, “A mí me tienen por idiota y, sin embargo, yo soy inteligente, sólo que ellos no alcanzan a verlo”. Por ese trance pasan tanto el autor como su lector, acompañandose como fetos gemelos en la matriz indiscernible de lo nuevo. Hay un trasunto cristológico en esta invocación vanguardista de la pobreza de espíritu experimentada como prueba y purificación. Aira nos invita a descender hasta “el fondo de la literatura mala, para encontrar la buena o la nueva, o la buena nueva.” —según lo expresa en textos comentadados por Contreras.

Es preciso aprender a leer la obra de Aira como si fuera cualquier cosa para advenir a la lectura de aquello que se quiere tal cual en tanto summum incomparable del deseo. Es como solicitar una prueba de amor, como la que le ofrecen las ponqueras Lenin y Mao a Marcia en el relato La prueba. Las dos chicas callejeras rapean a Marcia en su camino de la casa a la escuela, invitándola sin preámbulos a “c…” (coger), verbo tan histéricamente desplazado en el idioma argentino como “chichar” en el idioma caribeño. La insolencia no es otra cosa que una declaración de amor, e instaura en Marcia una espera implorante de la prueba definitiva. Pero es Marcia, en su espera de la prueba quien también pasa por la prueba. Marcia debe escuchar la “mala literatura” de Lenin y Mao, los clichés punk, contraculturales, transgresivos, nihilistas, revolucionarios y hasta terroristas de este “Comando del Amor” constituido por las dos loquitas, clichés que se vuelven más fascinantes mientras mas ingenuamente se entregan ellas a su potencia imaginativa (i.e., la “sonrisa seria” de Mao y su gracia para fabular sin pretenciones, es decir, narrar sin proponerse la calidad literaria ). Durante esa “escucha” sobreviene finalmente la prueba de ese amor que tanto se nos ha dicho que transforma el universo, con toda su violencia cataclísmica. Aira pisa “hasta el piso” el acelerador de su fuga hacia adelante en la máquina del melodrama. Como insiste Sandra Contreras en su comentario de este relato, aquí el cliché de que el “amor todo lo puede”, encuentra en el fondo de su más literal e ingenua acepción una salida a lo nuevo. El texto estetiza sin cortapisas la violencia y el terrror en el aparatoso final de esta historia de amor adolescente y “loquito”; y lo hace de manera tan “poco seria”, irresponsable e insólita que roza (lo digo con la “sonrisa seria” de Mao) lo sublime. Testifico que leer los libros de César Aira impone una prueba semejante. Leer luego el estudio crítico realizado por Sandra Contreras es reconocerse en un análisis lúcido, como pocos, del trance que condujo a más de uno a decirse, en ausencia de garante, lo mismo que el príncipe Mischkin: “A mí me tienen por idiota y, sin embargo, yo soy inteligente, sólo que ellos no alcanzan a verlo”. Pero me pregunto cómo sería la prueba “Aira” después que Sandra Contreras ha establecido con todo el rigor conceptual e institucional que el caso requiere, que si bien ni el autor ni la obra ni los personajes se hacen los idiotas, serlo es el modo de su rara inteligencia.



NOTAS
 Clément Rosset, Le Réel. Traité de l’idiotie. Paris: Minuit, 1977, p.42.
 Peter Sloterdijk, Bulles, Sphères, Microsphèrologie, Tome I. Trad. par Olivier Mannoni. Paris: Pauvert, 2002, p. 521.
 Ibid., p. 520.
 Jean-Luc Nancy, Being Singular Plural. Trad. by Robert D. Richardson and Anne E. O’Byrne. Stanford, Ca.: Standford University Press, 2000, p. 32.
 Nunca se sabe cuándo las palabras de Mischkin son ingenuas o ingeniosas, o cuándo responden a un ingenio ingenuo.
 Fiodor Dostoyevski, Obras Completas, tomo II. Madrid: Aguilar, 1981, p. 560.
 Sanuel Beckett, Watt, New York: Grove Press, 1953, p. 17.
 Clèment Rosset, Op. cit., pp. 41-42.
 Según Giorgio Agamben, la cualquieridad no es una condición de indiferencia a las propiedades de un ser, sino un reclamo de su singularidad, independientemente de que pertenezca a una u otra clase o conjunto, o de cualquier ausencia genérica de su pertenencia o su propiedad; es el ser que se quiere como tal o tal cual, con todos sus predicados. Ver Giorgio Agamben, The Comming Community, Minneapolis, Minn.: University of Minnesota Press, 1993, pp. 1-2.
 Insisto, de paso, en diferenciar la idiotez literaria de la locura literaria. No hay sinonimia entre el Loco y el Idiota, aunque se puede ser las dos cosas, la locura no se agota en la idiotez ni viceversa.
 Samuel Beckett, Op. cit., p. 31.
 Ibid., p. 156. Mis versiones al español.
 Ibid., p. 76.
 Ibid., p. 163.
 Ibid., p. 21.
 Fernando Pessoa, Poesías completas de Alberto Caeiro, con Prefacio de Ricardo Reis y notas de Alvaro de Campos. Trad. de Ángel Campos Pámpano. Valencia: Pre-Textos, 1997, p. 20.
 Poema XXXIX, ibid., p. 149.
 Poema inconjunto 11, Ibid. p, 219.
 Poema II, ibid., p. 49.
 Poema V, ibid., p. 57.
 Poema XX, ibid., p. 107.
 Ver nota 9.
 Ibid., pp. 332-333.
 “Carta de Fernando Pessoa a Adolfo Casais Montero sobre la génesis de los heterónimos”, en Pessoa, Obra Poética. Tomo I. Trad. de Miguel Ángel Viqueira. Barcelona: Ediciones 29, 1990, p. 325.
 Poema XXIV, op. cit., p. 115.
 Poema II, ibid., p. 49.
 Poema VIII, ibid., p. 77.
 Nótese la homología que con esta figura guarda El Mudito, protagonista y narrador de El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso.
 Traduzco el siguiente texto: “He had to be an idiot so that, like Dilsey, he could be impervious to the future, though unlike her by refusing to accept it all, without thought or comprehension; shapeless, neuter, like something eyeless and voiceless which might have lived, existed merely because of its ability to suffer, in the beginning of life; half fluid, groping; a pallid and helpless mass of all mindless agony under sun, in time yet not of it save that he could mightily carry with him that fierce, corageous being who was to him but a touch and a sound that may be heard on any golf links and a smell like trees into the slow bright shapes of sleep.” Ver “An Introduction to The Sound and the Fury”, in Mississippi Quarterley 26, Summer 1973: pp. 410-415.
 The Sound and the Fury, New York: The Modern Library, 1956, pp. 48.
 L’Idiot de la famille, Paris: Gallimard, 1971, pp. 24-25. Ofrezco mi traducción de las citas.
 Ibid., p. 32.
 Ibid., p. 623.
 Ibid., p. 626.
 Parafraseo a Sartre en Ibid., pp. 630-631.

"Siente brotar de la garganta el mismo aullido"

Huésped S:
[Continuación "Idiota escritor"]

----- VI -----

Otra cosa es cuando el idiota pasa, de ser la figura gemela del autor, a encarnar por sí mismo la función-autor, convirtiéndose en máquina idiota de escritura. En su biografía de 3 volúmenes sobre Gustave Flaubert, titulada, muy a propósito, El idiota de la familia, Jean Paul Sartre construye una vida del autor como idiota que alcanza proporciones megalíticas. Sartre es aquí el lector exhaustivo de una masa ciclópea de textos que le permiten crear a un hombre en tanto producto de la suma de sus idioteces., es decir, de los enunciados que le corresponden como sujeto o como objeto del discurso y que alcanzan a estampar la singularidad intransferible de su genio literario. Sartre destaca que la idiotez fundacional de Flaubert la pronuncia el padre ante la supuesta incapacidad del pequeño Gustave para aprender a escribir antes de los 9 años. Los comentarios de Sartre sugieren que el desarrollo del lenguaje en Gustave de algún modo se arresta e involuciona en la forma de una burbuja del sentido adherida al imaginario presimbólico. “Es como si el sentido... en lugar de trabar un esquema conceptual y práctico, en lugar de relacionarse con otros esquemas de la misma especie, permaneciera aglutinado al signo. Como si el signo mismo, en lugar de fundirse a su imagen interior, permaneciera para esta consciencia en su materialidad sonora”. Y añade Sartre... “Por tanto, uno no se sorprendería de que, bajo ciertas condiciones, el desarrollo del lenguaje se detuviera y que, en la medida en que no se completara, las operaciones verbales parecieran enloquecer. Este pensamiento cautivo, sostenido pero aplastado por la presencia real de su signo, nos lo hemos topado en las pociones mágicas, en los versos dorados y los carmina sacra; nos lo encontramos cada noche en nuestros sueños”. Sartre había leído The Sound and the Fury en su momento y consigna en alguna parte la fuerte impresión que le causó la novela, si bien no compartió la desolada profecía del idiota Benjy. Es muy propio de la época de Faulkner y de Sartre, que ambos hayan remitido la lingüística idiótica de sus “narradores” literarios a la concepción freudiana del lenguaje de los sueños y a su funcionamiento presimbólico, donde las imágenes actuan como letras encadenables en las condensaciones y desplazamientos fortuitos de su materialidad. Cuando Benjy se arrima a la verja del campo de golf construido por los desarrollistas en las tierras que hubieron constituido la herencia de su familia desposeida y escucha a los jugadores llamar al “caddy”, siente brotar de su garganta el mismo aullido que emitía cuando no encontraba a su amada, deseada y desaparecida hermana Candace, Caddy. Tal es la escena sonora que abre The Sound and The Fury. Muestra el trance onírico de un lenguaje donde los signos, si así se les puede llamar, se articulan en un mismo plano operativo que encadena afectos, flujos preorgánicos del cuerpo, imágenes sonoras y visuales, sin montar un segundo plano de la representación. Lo que Sartre nos presenta como un arresto en el desarrollo biográfico del lenguaje del genio, constituye, por supuesto, una factura literaria suya, compartida con Faulkner, que simula efectos de inmersión en el plano de consistencia puramente fenoménico de un real atisbado en su pura idiotez tal cual invita a hacerlo Clement Rosset, a tenor con la sentencia de Macbeth. La simulación de Faulkner es performativa, y la de Sartre es descriptiva. Ambos traman la salida en escena del idiota como máquina narativa. Sartre dice, presentando a Flaubert: “Voilà le monstre, voilá l’enfant idiot”. Pero Faulkner casi dice “yo soy el idiota” cuando asume el performance narrativo del inmenso infante Benjy y lo coloca al frente de su novela, recitando el preludio lírico al abismamiento de la familia Compson. Esto aparte de que, en el caso de Sartre, hay que ser bien idiota, en el mejor sentido de la palabra, para dedicar 10 años a realizar la biografía en 1,500 páginas de una trayectoria individual cuyo único evento singular es su obra de ficción.
Es irónico que Sartre haya desarrollado una teoría bastante anti-productiva de la producción literaria flaubertiana. Tradicionalmente Flaubert se nos aparece en su cuidada y exquisita prosa como supremo tallador del verbo. Su obra se nos ofrenda como producto final e insuperable de una labor especializada casi sacramental y sacrificial, en el culto de la estética literaria. Asistimos a un producto en cuya excelsa aura objetual se sublima mientras desaparece, sacrificialmente, toda la genealogía de su producción material y subjetiva. El artista es el producto. El producto es el artista. Pero se anula, en su consumación, el proceso que los constituye a ambos. Nos quedamos con el sujeto supuesto a saber y con el producto de la sabiduría. En ello consiste la concepción productivista a la que usualmente adscribimos el texto Flaubert. En la medida en que desarticula al autor como sujeto a lo largo de su ciclópea rumiación de incontables testimonios y residuos biográficos que mezclan los documentos donde Flaubert dice con aquéllos que dicen a Flaubert, Sartre destruye la noción del autor como productor y obtiene la figura del virtuoso idiota. Obtenemos a un Flaubert que “...nunca piensa: el defensor del “objetivismo” [la obra como producto], no tiene ninguna objetividad; esto significa que él no asume las distancias reales entre él y el mundo; en consecuencia, el lenguaje reaparece en él y fuera de él con una obsesiva materialidad”. En Flaubert, dice Sartre, uno no habla, sino que es hablado por el lenguaje, por tanto “él nos infecta de un pensamiento al revés” donde todo producto lingüístico, lejos de derivar del acto subjetivo de crear y pensar, se impone como resultado de los innumerables e inescapables lugares comunes de la lengua social recibida. No pensamos nada ni inventamos nada al hablar o escribir, sólo aplicamos los chatos lugares comunes recibidos de una sociedad masificada que no puede ser sino el criadero de la idiotez, entendida en el peor sentido de la bêtise generalizada que, por definición, impregna lo social según Flaubert. La pregunta es si existe tal cosa como un pensar o decir original, en un medio avasallante donde todo lo que se enuncia es la repetición de lo ya comúnmente dicho. A efectos de esta terrible interrogante Flaubert confeccionó durante su vida un Diccionario de las ideas recibidas, dedicado a consignar la estupidez del lenguaje ordinario. Sartre nos presenta a un Flaubert que se abisma, fascinado, en la ambigüedad de la bêtise moderna. Sartre halla que la bêtise le fascina a Flaubert precisamente por su ambigüedad, pues ella se bifurca sutilmente en dos vertientes sólo precariamente distinguibles. Sartre explica que, por un lado, tenemos a la estupidez o bêtise del individuo clasemediero que repite, cual inevitablemente lo hacemos todos, frases recibidas al estilo de “¡Como ha progresado el mundo, ya gracias al avión, Moscú queda más cerca de París que Lyon!”. Es un enunciado en el que no se ha dicho ni pensado nada que no sea un lugar común repetido por los medios. Sartre analiza aquí la más banal versión sigloveintista del tipo de frase recibida en ese medio pequeño burgués decimonónico que Flaubert detestó intensamente sin osar rechazrlo. Hoy podríamos ofrecer ejemplos similares a partir de lugares comunes actualizados como la “maravilla de la internet”. Citamos sólo un aspecto trivial de la tontería generalizada que impregna todo tipo de tema o expresión, desde el amor, la democracia o la literatura, hasta la filosofía, en la atmósfera mediática moderna. Flaubert no pretendió anteponer la espiritualidad inédita del genio a la inescapable bêtise del medio social. Concebía de alguna manera que tal pretensión ya pertenecía al muestrario de las ideas recibidas que tanto le fascinaban e incomodaban. Su estrategia consistió en intensificar su innegable complicidad con esa bêtise yacente en la insulsa materialidad del homo sociologicus moderno. Concibió terminar de aniquilar lo que quedaba de vida y pensamiento en la sociedad moderna como si así, la materia, purificándose en sí misma, pudiera realizar su plenitud. Flaubert, dice Sartre, llegó a entender que “la bêtise era una operación pasiva mediante la cual el hombre recurre a la inercia para interiorizar la impasibilidad, la profundidad infinita, la permanencia, la presencia total e instantánea de la materia”. la glorificación de la materia se realizaría mediante procesos de mineralización del lenguaje, casi un proceso místico en que se alcanzaría a ser la materia en sí, tal cual ella se cristaliza en la virtuosa factura del signo que escenifica el performance escritural. Explica Sartre que esta estrategia consistiría en combatir la bêtise en los otros sin jamás atacarla, sino, por el contrario, realizarla en carne propia, convirtiéndose en su medium y su mártir, para manifestarla en la propia persona: en una palabra, Flaubert sueña con cargar sobre sí la Bêtise del mundo, convertirse en su chivo expiatorio.
No empece este aliento místico de entrega a la sustancia inconsciente, redentora, de la pura materialidad del objeto artístico que resulta de ella, el arte de Flaubert todavía permanece en la estética de la productividad, si bien pretende aniquilar la voluntad pensante del sujeto artístico que se anula en ella. Una obra como Salammbô, con toda la enervante impasibilidad que destila su prosa-objeto, se autopresenta, en su morbo arqueológico, en su cruel despojo de los presupuestos reflexivos y morales del exotismo bienpensante, y en la vitalidad de un estilo que corresponde al vaciamiento de vida y de espíritu del mundo novelado, como producto contenido en sí mismo, cual el resplandor estatuario de la bella protagonista. Pero las cotas de calculado preciosismo escaladas por el estilo flaubertiano apenas convalidan la marca de virtuoso idiota que Sartre se apresura a imprimir en la frente del autor. Sartre construye una máquina idiota de escritura que él llama “Flaubert”, pero Flaubert se desidiotiza en el aura del objeto idiota realmente existente que es su obra.

"Siguió haciéndolo, y yo no podía saber si estaba llorando o no..."

At. Huésped S
[Continuación "Idiota escritor"]

----- V -----

El centro de estas variaciones lo ocupa el sonido de Benjy, personaje de la novela de Faulkner que asume en su título el dictum de la escena V del V acto de Macbeth: The Sound and the Fury. Todos en la novela dicen que el idiota de la familia Compson, Benjy, no sabe decir nada. Sin embargo, él mismo se convierte en la posibilidad de un decir, no sólo porque figura como narrador en primera persona de la primera parte de la novela, sino porque esa parte constituye el núcleo imaginario de la obra entera, y quizás, de toda la obra de Faulkner. Benjy es, por supuesto, el núcleo de lo no dicho o del desdecir, el lugar, vacío en su propia potencia para decir lo que no se nombra y no se sabe, desde el grado cero de la negación del mundo, que se torna para Faulkner en asidero ético y estético de su deseo de escribir. El autor aseveró en más de una ocasión que The Sound and the Fury constituía su obra más importante y la única donde en verdad experimentó el éxtasis poético de la escritura, el auténtico frison du nouveau. El emplazamiento poético de Benjy proporciona el cuerpo sin órganos a la manera Deleuziana, y en él, la mirada sin sujeto, molecular (que no puede ser la del autor pero siempre el autor ha pertenecido a ella), mirada que atisba las braguitas mojadas de Caddy aupada en el árbol, la hermosa púber que detona la fuga del deseo que sostiene a la novela, y casi, según confesó el propio autor, la suma de la obra de Faulkner. En Benjy reverbera la potencia del pasado, entendida a la manera de Paolo Virno, como la actualidad de lo que nunca pudo ocurrir, testificado en la memoria reprimida, o en lo que Walter Benjamin llamaría las tradiciones interrumpidas. Dice Faulkner de Benjy: “Él tenía que ser un idiota, que como Dilsey [la criada negra que para Faulkner era el futuro], fuera inmune al futuro, pero que a diferencia de ella, rehusándose a aceptar nada, sin pensamiento ni comprensión; informe, neutro, como algo sin ojos y sin voz, que hubiera vivido, existiera meramente gracias a su habilidad para sufrir, al principio de la vida; medio líqudo, medrando; una pálida y desvalida masa de toda la agonía aturdida bajo el sol, a tiempo, pero sin él, de manera que pudiera soportar poderosamente a ese ser fiero y corajudo que no era para él sino un tacto y un sonido que pudiera oirse en cualquier campo de golf y olerse como los árboles camino a las lentas y fulgurantes formas del sueño.” Es notable que la letra del ensayo en la cual el autor intenta explicar la importancia de Benjy, ella misma derive hacia una sintaxis apenas sostenible (y apenas traducible) que linda con los excesos semánticos del poema en prosa. Es como si la escritura de Faulkner sólo pudiera tematizar a Benjy resbalando hacia el trance idiótico del personaje. Existe una obvia brecha lógica entre la incapacidad de Benjy para hablar en el relato, su imposibilidad de actuar como sujeto del enunciado en el texto, pues todos reiteran que el loquito no habla ni entiende nada y, por otro lado, el hecho de que narra en primera persona todo lo ocurrido, oficiando sin problemas como sujeto de la enunciación. ¿Será que no habla, pero sí escribe? Pero entonces ése que escribe, pero no habla ni puede realmente estar en el texto, no puede ser sino el yo autorial, que se hunde precisamente en la brecha de la imposibilidad de manifestarse como sujeto que habla o lacaniano sujeto “supuesto a saber”. Es en el seno de esta brecha alógica que la escritura de Faulkner funda la verdad de lo que no se sabe ni se dice en una prosa poética que la articula como sensación, sonido y furia. Faulkner buscó, como Virginia Woolf, Joyce, Beckett, Derrida y otros grandes de esa deriva, convertir la prosa en poesía. No exageramos si decimos que The Sound and the Fury es el poema en prosa del relato de Benjy, acompañado de las notas al calce que son las demás secciones de la novela, incluyendo el apéndice aclaratorio adherido posteriormente por el autor y el ensayo antes citado que pretendió “introducir” la novela años después de su primera edición. De este modo The Sound and the Fury anticipa ese otro centauro de prosa montada sobre poesía que es la novela Pale Fire, de Vladimir Navokov.
Benjy no habla para los personajes de la novela, pero dice yo de una manera fantasmal en la escritura intensamente lírica que compone la primera parte. Allí se condensan todos los episodios de la novela en una sucesión acrónica de hablas y escenas interrumpidas, conducidas por un hilo molecular de olores, formas, sensaciones, horrores inconfesables, deseos...asociaciones secretas, sin ley de pasado ni futuro. La idiotez de Benjy proporciona el magma metafórico de un lenguaje inadscribible al sujeto, un decir que brota de una brecha alógica entre enunciado y enunciación: el idiota que no habla ni entiende, pero escribe el relato poético de esa vida que no le estuvo dada en el lenguaje de este mundo. En el mundo novelado Benjy solo alcanza a gritar, aullar, sollozar, suspirar episodio tras episodio, como proclamando en crescendos y minuendos desesperantes el oculto contenido impronunciable de cada situación. Sólo la contemplación de la flor, la voz de Caddy y la visión del fuego aplacan, como a un buen gnóstico blakeano, el alarido del idiota, el sonido imaginario y presimbólico continuo de una furia que rechaza, sin resistirla porque resistirla equivaldría a aceptarla, la yacencia abyecta del mundo faulkneriano. Benjy no dice ‘yo grito’ sino “...mi garganta hizo un sonido. Hizo un sonido otra vez... e hizo un sonido otra vez... Siguió haciéndolo y yo no podía saber si estaba llorando o no....”. Benjy es, en este caso, el autómaton, el gólem sin órganos, según la noción deleuziana de un cuerpo no articulado ni jerarquizado en sus funciones (“medio líqudo, medrando; una pálida y desvalida masa”) en el que se escenifican los flujos desterritorializantes del deseo, del que se vale el ventrílocuo figurado en este texto para emitir su profecía de inconsolable dignidad ante la caída del cosmos: la renuncia a renunciar al deseo.

"Pero el Tajo no es más bello que..."

Atención Huésped S
[Continuación "Idiota escritor"]

----- IV -----

Fernando Pessoa forja el mito de autor sin el cual su obra sería inconcebible estableciendo una comunidad fraterna de heterónimos que alberga las singularidades en fuga de su desencontrada personalidad literaria. Es conocido su testimonio sobre los momentos de trance en que parió psíquicamente al trío de personajes con que firma tres partes de su obra: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos. El primero, Caeiro, es el ángel tutelar que vela sobre Reis, de Campos y Pessoa. Hace dúo con cada uno en su singulariad. Ninguno de los “autores” pessoescos objetaría sustentar, con Reis, que fue Caeiro “el gran Libertador que nos devolvió, cantando, a la nada luminosa que somos”. El romance fraternal de los heterónimos urdido por Pessoa, coloca a Alberto Caeiro en la soledad del campo... “Ignorante de la vida y casi ignorante de las letras, casi sin convivencia ni cultura” —aduce el prefacio de Ricardo Reis a las poesías completas del maestro. La filosofía idiotista de Alberto Caeiro suple la clave de su magisterio poético sobre el grupo (incluido el “autor real” Fernando Pessoa). Cada poema de Caeiro descubre una manera sorpresiva de decir por vez primera que “el único sentido oculto de las cosas / es que no tienen ningún sentido oculto” o que “ser una cosa es no ser susceptible de interpretación” o que “la única inocencia es no pensar”. La metafísica idiotista de Caeiro ofrece la posibilidad de pensar en nada, lo cual, como diría un personaje de Beckett, ya es algo: “Bastante metafísica hay en no pensar en nada”, asegura un poema de Caeiro. Cada cosa, cada momento de percepción y cada enunciado es de una singularidad innominable, irrepetible e irremplazable:

El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.

Estos tres versos repetitivos ofrecen una factura sintáctico-semántica idiótica al no admitir la elipsis, la nominación, el pronombre relativo o el principio de contradicción. Cada uno de los versos posee un valor insustituible, aunque relacionable. El primero establece la comparación ordinaria, posibilitada por un lenguaje representativo. Los otros dos versos rebasan la comparación, sin sustituir su validez relacional, para afirmar la singularidad de ese “rio que pasa por mi aldea” asumido como una cualquieridad  que ni siquiera es intercambiable por un nombre o un pronombre, singularidad pronunciada cada una de las tres veces como si se la asumiera de nuevo bajo un cariz único. El “rio que pasa por mi aldea” se quiere tal cual, independientemente de los atributos que posea o deje de poseer, éste o cualquier otro río. El salto a la cualquieridad de la enunciación es tan completo que ni siquiera contradice el primer enunciado comparativo, al colocarse todo el conjunto en otro plano, extraordinario, del lenguaje. Así Caeiro crea un idioma-cosa donde las flores, los árboles, los lugares, las personas casi nunca reciben nombre, para evitar colocarlas no sólo bajo la categoría de la especie, sino siquiera bajo la clase del nombre propio. El vocabulario de esta poesía constituye una serie cerrada en que las palabras se emplean de un modo invariable y repetitivo asumiéndoselas tal cual, en su cualquieridad, sin admitir sinónimos, ni mantener siquiera la sinonimia consigo mismas, es decir, su identidad léxica, hasta el punto que los vocablos más sencillos del lenguaje se convierten en palabras-cosas singulares. Cada una es una palabra por separado: la “flor” en un verso es una cosa distinta de la “flor” en el siguiente verso, precisamente porque se guarda de ser identificable (sustituible) por nombre propio alguno. Esta palabra “flor” que está colocada en este lugar del texto es diferente de esa otra palabra “flor” que aparece ahora aquí. Y eso es lo que hace de cada una una realidad no-duplicable, idiota, en el sentido etimológico que aquí atribuimos al concepto. Esa escritura que no representa, copia o adecúa la imagen de una experiencia, sino que constituye ella misma una acontecimiento de vida, es el legado de Caeiro a sus amados discípulos. El idioma de Caeiro, pronunciado “como si fuese un axioma de la tierra”, estremece a Alvaro de Campos en todas sus sensaciones, otorgándole “una virginidad que no tenía”. Fernando Pessoa confiesa haber derramado “lagrimas verdaderas” al escribir las notas donde Alvaro de Campos afirma lo anterior. El maestro Caeiro no propone un estilo, tampoco una estética o una filosofía, sino “un estudio profundo / un aprendizaje de desaprender”, semejante al evangélico volverse niño:

Yo no tengo filosofía: tengo sentidos...
Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque quien ama nunca sabe lo que ama,
ni sabe lo que ama, ni qué es amar...

Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia es no pensar...

Es interesante que Caeiro, en el famoso poema VIII, también cuenta con su gemelo autorial en la figura de un Jesucristo que asume algunas características del Jesús nietzscheano en su desprendimiento de la autoridad divina y su liberación cuasi-budista de la dinámica de la culpa y el castigo. La benevolencia amoral, lúdica e infantil, inocente, en fin, del niño Jesús que desciende a morar con Caeiro, agrega aquí una frivolidad de la ilusión de la que carece el Jesús anticrístico del filósofo alemán. El “Niño Eterno” de Caeiro no padece ni predica, sino que señala con su risa la santa idiotez del mundo. Caeiro se relaciona con su acompañante de la misma manera en que lo hacen Pessoa y los heterónimos con el propio Caeiro, establece un vínculo de gemelidad tutelar:

El Niño Eterno me acompaña siempre.
La dirección de mi mirada es la que señala mi dedo.
Mi oído atento alegremente a todos los sentidos
son las cosquillas que él me hace, jugando, en las orejas.

Nos llevamos tan bien el uno con el otro
en compañía de todo
que nunca pensamos el uno en el otro,
pero vivimos juntos siendo dos
con un acuerdo íntimo
como la mano derecha y la izquierda.

William Wordsworth ha dicho que el niño es el padre del hombre y el movimiento de la nueva era se encaracola sobre un alegado “niño interior”, pero semejantes filogenias del individuo poco tienen que ver con este “acuerdo íntimo” entre el sujeto que escribe su mito de autor y la entidad singular que lo acompaña. Esta entidad singularizante es irreductible a la “interioridad” del sujeto. El idiota escritor puede ser muy niño si lo consigue, pero siempre es un ser en devenir con las singularidades de la escritura, en compañía del autor imaginado en ella. De ninguna manera equivale a un “verdadero yo” del autor ni nada parecido. El idiota escritor es la larvaria personificación de ese “algo” inmarscesible por el sentido del mundo que abre la puerta del lenguaje desde y hacia la nada. Él arriba desde una exterioridad límbica y retorna a ella, no antes de catalizar la comunidad singular-plural de ciertos espacios literarios —una comunidad habitada por díadas y otras formas del ser-con más bien impropias e irrepresentables ante el sentido común que regula al individuo y lo colectivo en nuestras sociedades realmente existentes.

8.11.2004

"HAY QUE SER IDIOTA PARA..."

AL CUIDADO DE HUESPED S


Juan Duchesne Winter
Idiota escritor
(6 variaciones Y Aira)

----- I -----

¡La vida no es más que una sombra vagabunda, un pobre actor que pasea y alardea su turno sobre la escena y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota, pleno de sonido y furia, y que nada significa!...
--Macbeth, V,v

Consideremos al idiota en un sentido anacrónico apenas levemente relacionado con el uso actual de la palabra “idiota”. Es idiota quien sólo se expresa en una lengua que nadie más conoce —eso nos enseña la etimología griega de la palabra. La idiotez así entendida es infinitamente extendible: toda persona, toda cosa es idiota en tanto es única y no se puede duplicar sin que devenga otra. En la medida en que el universo y todos los objetos que contiene carecen de un espejo que los duplique, son idiotas. El ente idiota no es siquiera idéntico a sí mismo porque no admite la duplicación (lingüística, imaginaria, conceptual) de sí mismo que daría pie al principio de identidad (A = A). La cosa idiota está más acá de la oposición entre alteridad e identidad. Lo idiota es tan indiferente al sentido o al significado como a la necesidad lógica o histórica de su existencia, por tanto, el menor reflejo lingúistico, imaginario o conceptual comienza por traicionar la idiotez de aquello que pretende representarse. Hay que ser idiota para captar la idiotez del mundo. Se trata entonces de un modo de ver el mundo, de una especial facultad para palpar o al menos intuir la idiotez: esa indiferencia autista de las cosas, sean naturales, vivas, artificiales o verbales que nos dan la espalda como una virgen inaccesible, al decir de Clément Rosset. El mundo real es idiota e insignificante, toda la producción humana de sentido es una ilusión, repite sin pausa Rosset en su tratado sobre la idiotez. Pero en el fondo, más que enfrentar una verdad de lo real-idiota a la mentira metafísica del sentido, Rosset propone la ilusión de un real independiente de la manía humana del sentido, una virginidad de las cosas y las personas que persiste absolutamente intocable,al margen de la marca, la huella o el signo que pretenden situarlas, mancillarlas, contaminarlas como objeto de la palabra, el sentido y la reflexión. Clément Rosset se delecta en una desilusión radical que se convierte en estrategia última de la ilusión. En verdad no hay nada más delicada y exquisitamente ilusorio que la apuesta por la brutal idiotez de un mundo inmune a la atmósfera de los signos e invisible ante el espejo de nuestro imaginario. Es una apuesta por cierta pureza que no cesa de seducirnos, como el tigre-tigre de William Blake. Ese universo idiota determinado sólo por su deletérea indeterminación, cuyo máximo secreto es su absoluta insignificancia y cuyo único mensaje es el mudo azar, nos reserva la suprema inteligencia de la nada, lo que ya es inteligencia de algo, como diría Watt en la novela homónima de Samuel Beckett.

----- II -----

El escritor moderno es un mensajero tanto más auténtico cuanto más nos convence de que no trae mensaje alguno de parte de nadie. La figura misma del mensajero no le sienta bien al autor contemporáneo. Otras figuras le corresponden mejor, como las del Extraño, el Seductor, el Mago, el Pícaro, el Adicto, el Idiota... Si alguna de esas figuras le interesa al autor aún comprometido con las tentativas estéticas de la redención es la del idiota. El máximo modelo de la belleza espiritual asimilable al ethos del escritor, imaginable en medio de nuestra degradada contemporaneidad, que pudo producir Dostoievski es el Mischkin de su novela El Idiota. Peter Sloterdijk ha hecho notar la profunda mutación de la psicología religiosa implicada en este personaje de Dostoievski. En cierto modo, explica Sloterdijk, el príncipe Mischkin es un ángel redentor para el mundo de la novela pero no emite ningún mensaje desde el poder. No guarda vínculo alguno con la angelología eclesiástica en la cual todo sentido desciende del significante trascendental divino a través de una escala jeráquica de potencias mensajeras. El príncipe no habla el lenguaje angelético bíblico; su modo de ser es idiótico, incomprensible en un ámbito jerárquico del sentido. En el sistema idiótico de Dostoievski —dice Sloterdijk— el redentor viene sin mandato de arriba. Su conversación es pueril y su presencia apenas resulta tangible. Mischkin es una suerte de no-menajero que obtiene, por medios impenetrables, acceso al interior de sus prójimos. Tiene una propensión a poner en juego su propio yo en las relaciones con los otros y a disponer de sí como simple complemento del otro. Su misión carece de mensaje, mas logra crear una proximidad en la cual la rígida subjetividad se liquifica y se recompone. La mera atención bienaventurada de este idiota provoca una “intensidad en mutación” que cataliza de manera decisiva el carácter y destino de los personajes que le rodean. Sloterdijk piensa que el sujeto idiota se comporta como si no fuera él mismo sino su doble, y por ende, el complemento íntimo de todo aquél que lo aborde. Creo que esa facultad de comportarse como si fuera su doble, según aducida por Sloterdijk, de ningún modo contradice la esencia única, no duplicable del idiota. El doble que le interesa a Sloterdijk no es el duplicado del espejo ni la copia clónica, sino el acompañante cuasi-angelical en ese dúo ontológico en que todo sujeto es un ser-con-en, a la luz de la deriva heideggeriana. Sólo en ese sentido Mischkin actúa como doble de sí y de sus propios acompañantes, es decir, les hace dúo, no en calidad de un sujeto otro o de copia representativa de lo mismo, sino más acá de la otredad y la identidad, como agente de la unidad diádica que liquifica, según Sloterdijk, la individualidad excluyente del sujeto.
Jean-Luc Nancy distingue lo singular de lo individual de manera elocuente: lo individual resulta de concebir la unidad del ser como un punto de partida ya dado y completo en sí mismo, que luego se suma a lo colectivo (la pluralidad); en cambio lo singular de inicio arranca de lo plural, pues, según la etimología latina lo singular dice lo plural al designar el uno como perteneciente al uno a uno; es singular cada uno y por tanto con y entre los demás. Esta distinción de Nancy me permite decir que el idiota, más que un individuo, es una singularidad que a su vez cataliza lo singular en los otros. El individuo es parte (de la colectividad) y se puede dividir en partes (escindir, enajenar, duplicar etc.). La singularidad no tiene partes ni es parte de nada. Aunque lo singular siempre es divisible en otras singularidades, en tal caso, dividir es multiplicar, puesto que no es posible obtener partes de lo singular, sino más singularidades. La singularidad es la participación en sí misma, el con del ser-con en la pluralidad. Quizás ello se implica en ese modo de ser el doble de sí que percibe Sloterdijk en Mischkin. El príncipe Mishkin pudiera ser ese modo mismo de ser-con que provoca la mutación diádica en sus compañeros. Pero él no es parte de la comunidad que se aglutina en torno a su presencia, sino la participación misma con que la contagia, la entrada en intensidad singular-plural que cataliza en ella.
El joven Mischkin arriba a Petersburgo en un tren como si llegara desde el espacio sideral. Su único pasado es el limbo de una oscura estancia en un sanatorio suizo. Es un príncipe, pero el título sólo remite a la nobleza rusa inflada de vagas jeraquías y rangos. Llamarse “príncipe” apenas le confiere al joven un aura anacrónica, remarcando la real desvalidez evidenciada en todo su aspecto. En cierta manera Mischkin es “príncipe” en un sentido literalísimo, pues da principio a una serie de catálisis caracteriológicas en los personajes que lo frecuentan, donde quiera que se reúnan. Estos cambios no brindan remedios de salvación, sino que intensifican los demonios del deseo, la culpa y el anhelo de redención en cada personaje y precipitan su desenlace vital. En esa combustión acelerada, plena de gestos paradójicos, de “sonido y furia”, como dirìa Macbeth, asoma mucha bondad y amor, aún entre los más abyectos y débiles de espíritu. Es como si ante el paso de este atractor extraño que es el príncipe, los personajes entraran en fase supernova y dieran de sí sus más terribles y hermosos destellos antes de fulminarse para siempre. El príncipe interactúa con ellos en encuentros abiertos interminables, donde casualmente coinciden diversos tipos sociales y psicológicos: jóvenes, viejos, ricos, indigentes, galanes, enfermos deshauciados, pequeños inocentes, pecadores y bellezas deslumbrantes. La insinuación cristológica es clara, pero Mischkin no trae mensaje de ninguna instancia salvadora, sus “ingenuas” palabras apenas le devuelven al interlocutor lo que éste, sin saberlo, desea oir. Con su atención insólitamente amable y sus respuestas indefensas desprovistas de coraza yoica, el príncipe transparenta el propio drama del deseo escenificado por cada interlocutor. También lleva y trae mensajes entre los personajes, con neutralidad pasmosa. Urde, sin proponérselo, una secreta inteligencia del azar y el destino inexplicable para toda lógica del interés o la racionalidad social. Mischkin se dice: “A mí me tienen por idiota y, sin embargo, yo soy inteligente, sólo que ellos no alcanzan a verlo”.
El idiota, por supuesto, habla una lengua que nadie comprende. O la entienden demasiado íntimamente como para convertirla en metalengua bajo la distancia de la reflexión racional. Esto parece suceder con la bella Nastasia Filíppovna, la única persona que comprende casi completamente a Mischkin al descubrir que en él, y por tanto en ella misma, no hay nada que comprender, más allá de una insondable benevolencia, orbitada más allá del deseo, que se resiste a ser interpretada como amor pasional. Ella encarna la fatalidad pasional hecha mujer y se resiste a disolverse en el abismo indescriptible de la bondad de Mischkin, no empece la extraña atracción que ese amor acósmico, que no puede ser de este mundo, y de ahí su evangélica idiotez, ejerce sobre ella. El texto sugiere una clara proximidad de Nastasia con la Magdalena evangélica. Si aceptáramos ese paralelo obtendríamos en Nastasia a una Magdalena que sustituye al Cristo como objeto supremo del sacrificio. En cambio Mischkin sustituye la potencia del autor-sujeto o autor-mensaje, que se sustrae de la obra como también se sustrae un Cristo teológico enchufado a la potencia celestial. Mischkin le ha servido de doble a Nastasia y al asesino Rogochin, virtual gemelo fatídico con quien nace al mundo real desde que arriba casualmente junto a él a la estación de Petesburgo la mañana que da inicio a la novela y junto al cual halla su final, hermano en la enajenación: uno loco, el otro idiota. Es decir, Mischkin es la entidad que hace dúo con los personajes, como lo haría precisamente un autor que prefiere no instalarse sobre el mundo novelado como el manejador de las marionetas, sino acompañar a sus personajes bajo la desnuda discreción de la singularidad idiótica. Mischkin es el doble del autor-ángel sin mensaje que visita a sus personajes y cataliza sus destinos en la fugacidad de la argucia narrativa, detonando las singularidades de cada cual, afirmando la sublimidad de lo bello y lo atroz en cada persona, y arrostrando la fatalidad sacrificial de tan noble intrepidez. En ése sentido Mischkin también le hace dúo al autor, Dostoyeski. La gran habilidad para caligrafiar letras antiguas que muestra el joven ante las hermanas “Yepanchinas”, su sostenido aliento para narrar anécdotas y la manera en que casi inadvertidamente cataliza conflictos, crisis y desenlaces interiores e interpersonales entre todos los personajes que su indistinguida presencia convoca, lo estampan como gemelo del fantasma autorial.

----- III -----

Mal que bien, entre la burla y el fervor, entre el desdén, la compasión o la admiración, Mischkin produce un efecto de anagnórisis en sus interlocutores (y lectores). Durante su fugaz estancia en las vidas de San Petersburgo que alcanzan a conocerlo el príncipe ejerce un magnetismo que no por ambiguo e indescifrable deja de provocar el reconocimiento de su perturbadora pureza. Pero la literatura también nos dispensa ángeles idiotas que provocan una más incómoda curiosidad hermanada con el desreconocimiento, resumible en la interrogante expletiva “¿qué?”. Uno de ellos es el protagonista de la novela de Samuel Beckett llamado justamente Watt. La crítica ha rumiado muchísimo sobre el obvio interrogativo “what?” cifrado en este nombre que también sirve de título a la obra. El lector tampoco puede hacer otra cosa cuando lee el episodio de su incipit o aparición en la propia novela. Tres parroquianos de un suburbio citadino conversan al atardecer sobre partos y nacimientos intempestivos o malogrados, entre versos lúbricos y anécdotas grotescas, cuando de súbito intercepta su atención un tranvía de línea que deposita a Watt en medio de la calle, expulsado a son de gritos por el conductor. Los presentes no están seguros si el tranvía ha depositado a un hombre o una mujer, un paquete o un rollo de tarpaulina, un tubo o una piedra. Uno de los presentes lo ha visto antes pero reclama no poder decir absolutamente nada sobre él. Algo en el indescriptible Mr. Watt les sugiere a un “hombre de universidad”, lo cual designa el registro culto asociado a la imagen escritorial y prácticamente sella a Watts como gemelo del autor. Watt no acompaña a los personajes, sino que los interrumpe con el qué de su presencia. Mr. Hackett, el testigo más intrigado por la aparición de Watt, “arde de curiosidad y maravilla”, bajo una sensación “no desagradable” que cree incapaz de soportar por más de veinte minutos. Leemos en Mr. Hackett el trance de la idiotez, que según Clèment Rosset, surge cuando el observador atrapa la singularidad estupefacta de la cosa, “como emergencia insólita en el campo de la existencia”. Ante esta mirada, la persona idiota (que, como Watt, es indistinguible de una cosa) cobra cuerpo como ejemplar único de una especie única, hija del más absoluto prodigio, provocando en el espectador un trance oscilante entre la borrachera y la mística. Esto nos recuerda el fenómeno del plano de composición de Deleuze y Guattari, que en este caso equivale a una corriente de intercambio de singularidades entre el sujeto atrapado en la visión y la cosa contemplada. Es notorio que sea el jorobado Mr. Hackett la persona más tocada por esta cualquieridad  intempestiva del protagonista; el malnacimiento torcido de Hackett era objeto de conversación del trío de hablantes citadinos al momento de maldescender Watt del tranvía (la singularidad de su joroba lo aproxima a la del vagabundo). Sin embargo, de ahí no pasa la relación entre Hackett y Watt , Watt no acompaña a nadie ni nadie acompaña jamás a Watt, que no sea por unos minutos. Esta soledad magnifica la idiotez de Watt, reducido a una sombra sin “nacionalidad, familia, lugar de origen, confesión, medios de existencia, ni marcas distintivas” —algo que no se puede ignorar, según se dice Mr. Hackett.
La curiosidad maravillada, aunque incómoda, de Hackett, invoca, como por alegoría, y por una rima literal (Hackett - Beckett), la contrapartida del autor: es el gemelo del lector, ese es su rol como primer personaje en aparecer en la escena narrativa, justo para testimoniar el descenso de Watt desde el limbo del olvido y experimentar las emociones que le harán dúo al lector imaginado en este texto. Una vez Hackett hace mutis, el lector queda solo en su deseo de interrogar sobre la pregunta de Watt. Porque Watt posee toda la extrañeza de una pregunta viviente, una extrañeza tan tenaz que ni siquiera admite las identidades patológicas, digamos, de la locura o de la monstruosidad.
El vagabundo Watt se alimenta, sonríe, viaja, camina, habla, percibe, piensa, ama, llora de maneras inéditas que hacen pensar en un alienígena, más que en un caso clínico. Sus rarezas no parecen derivar de sus incapacidades, sino de su capacidad para desnaturalizar aquellas funciones que lo definirían como ser humano natural. Su alimento exclusivo es la leche. Cuando aborda el tren siempre se sienta de espaldas a su destino. Camina sin jamás doblar las rodillas (aunque el narrador asegura que su personaje puede doblar perfectamente sus rodillas cuando quiere hacerlo). Con cada paso su cuerpo ejecuta maniobras insólitas: las piernas se extienden alternadamente hacia cada punto cardinal, seguidas del torso, mientras la cabeza oscila a cuartos de círculo, logrando el caminante avanzar, sin embargo, en perfecta línea recta, en lo que el narrador resume como un “funambulistic stagger”. Watt habla tan rápido, en registro tan grave y en volumen tan bajo, que desafía, según el narrador, lo creíble. Además asume el tono de “alguien que habla en dictado o recita como un loro un texto con el cual se ha familiarizado de tanto repetirlo”. Aparte pronunciar frases oscuras, emplea un codigo de triple inversión alternada: invierte o el orden de las frases en el enunciado o el orden de las palabras en la frase o el orden de las letras en la palabra —los tres planos de inversión se dan todos a la vez o en distintas combinaciones (a todo esto el narrador asegura que Watt es un gran lingüista). Al percibir y pensar, Watt muestra total desinterés en saber lo que las cosas realmente significan, sólo intenta saber aquello que se pretende signifiquen. Con respecto a los incidentes de su existencia, “lo que le perturba no es tanto no saber lo que ha ocurrido, pues en verdad no le importa nada que ocurra, sino saber que nada ha ocurrido y que algo que es nada ha ocurrido, con la mayor claridad formal, y que esa nada seguirá ocurriendo...”, y que la gente, incluído él mismo, inventa significados a partir de esta nada que ocurre. Para rematar, es preciso enterarnos de que sólo hay cuatro cosas cosas que le disgustan particularmente a Watt: la luna, el sol, el cielo y la tierra.
Toda esta experiencia de alienidad abona al mito de autor confeccionado en la escritura de Beckett. El personaje Watt es el gemelo de la imagen autorial, un ángel acompañante en la forja de ese mundo escritural tan característico de Beckett, en el cual la más absoluta indigencia del mundo ofrece, en sus más banales, abyectas y cerradas rutinas del no-acontecer, una inexplicable apertura al acontecimiento. De Watt se dice en el texto lo que Beckett se dice en su obra: “No, él nunca habría hablado de todo esto si todo continuara significando nada, si bien parte de ello continua significando nada, hay que decirlo, hasta el final. Pero la única manera en que uno puede hablar de nada es hablar como si fuera algo, lo mismo que la única manera en que uno puede hablar de Dios, es hablar de él como si fuera un hombre [...] y la única manera en que uno puede hablar del hombre [...] es hablar de él como si fuera una termita.” No es la predicación de pertenencia o de identidad propia del uso representacional del lenguaje, sino la experimentación de la no-pertenencia, del extrañamiento, de la alienidad del estar en el mundo, propios de una escritura que materializa la experiencia sin pretender representarla, lo que salva el sentido como acontecimiento y el acontecimiento como sentido. Por ello Watt no habla de lo que es como lo que es, sino como lo otro que supuestamente continua no siendo. La cadena nada-algo-Dios-hombre-termita aquí citada es una secuencia de continuo desreconocimiento y extrañamento mediante la cual se forja la experiencia de sentido que le importa a Watt, a quien le interesa descifrar, no lo que las cosas “realmente significan”, sino lo que se pretende signifiquen.
La tercera parte de la novela se ubica en una época posterior a la estancia de Watt en casa de Mr. Knott. Queda claro que Watt es el informante único de los hechos referidos en la novela, en especial las insólitas rutinas de la casa de Mr. Knott donde él ha servido por un tiempo indetrminado. El narrador funge de amanuense que recoge el dictado de Watt lo mejor que puede, dadas las exentricidades comunicativas ya señaladas. Al parecer ambos residen en alguna institución indistinguible de un manicomio, un hospital o un asilo de ancianos o indigentes. Para esta época a Watt le gusta el sol y al narador el viento. Watt sale a pasear por los jardines de la institución sólo cuando hace sol. El narrador sólo sale cuando hace viento. Ambos se encuentran exclusivamente en días soleados ventosos. Aduce este amigo y copista de las fragmentarias reminiscencias de Watt que en determinado momento los trasladan a pabellones separados. Ambos se reencuentran casualmente, mucho después, un día de sol y viento en una estrechísima zona de nadie entre las dos verjas alambradas que separan los perímetros campestres de cada pabellón. Feraces arbustos y alambres han herido y derribado a Watt, como consecuencia de su funambulesco modo de andar y la estrechez del pasadizo fronterizo. El narrador levanta a Watt, limpia su rostro ensangrentado, coloca ungüento en sus heridas, lo peina, cepilla sus ropas, lo abraza y besa en la frente, diciendole a Watt, que no le oye: “Estar juntos otra vez, después de tanto tiempo, nosotros que amamos el viento soleado, el sol ventoso, en el sol, en el viento, eso es quizás algo, quizás algo.” Ambos personajes caminan juntos, en una danza torpe de salvamento para salir del laberinto alambrado y espinoso, especie de trampa que, precisamente, ha permitido su encuentro. Ambos son narradores. Watt ha contado todo lo que el narador (autor) nos relata en el texto. Los dos se acompañan fugazmente en un proceso de desrreconocimiento que es la trampa de la escritura misma, donde aflora la idiotez, es decir, la singularidad como catalítico de auténticos encuentros forjados más allá de la identidad, más acá de la fusión metafísica de las almas. El idiota, en su alienada soledad e insignificancia, surge como mito autorial de la más pura ilusión moderna de comunidad, cifrada como estrategia de desilusión.

[Continúa]

"¿Desconfías?"

Huéspeda A

"Yo prefiero aquello que Tabuchi llamó, en el prólogo al Tríptico de carnaval de Pitol, la literatura de la desconfianza. Admiro a esos escritores que no saben cómo resolver los problemas, que han arrojado las mayúsculas y las alegorías por las ventanas, y que sólo tienen una serie de preguntas muchas de las cuales no tienen sentido ni van a ninguna parte. (...) Oración: Líbrame Dios de saber y confiar. Que todas mis verdades sean verdades a medias (...) Que todos los absolutos pasen a manos de José Saramago y déjame a mí con las dudas, el tartamudeo y el miedo a no ser más como nunca fui para seguir con ganas de escribir."

[Iván Thays. "Andreas no duerme", en Palabra de América. Autores Varios. Barcelona: Seix Barral, 2004]

...DATOS ANECDÓTICOS...

Atención HUÉSPED S

"A fin de cuentas, ¿qué significa ser un escritor latinoamericano a principios del siglo xxi? ...probablemente nada. (...) Poco a poco la idea de ser un escritor mexicano, argentino, ecuatoriano o salvadoreño se convertirá en un dato anecdótico en las solapas de los libros: en la historia de la literatura siempre ha ocurrido lo mismo. (...) Nuevas generaciones de escritores continuarán publicando novelas y cuentos con el afán de liberarse de los prejuicios de su época, preservando así los combates de sus predecesores y respondiendo a esa noble tradición latinoamericana que consiste justamente en rehuir de lo "latinoamericano". (...) Como demostraron los escritores del boom, la narrativa latinoamericana sólo persistirá como una tradición viva y poderosa si cada escritor latinoamericano se empeña en destruirla y reconstruirla día con día."
[Jorge Volpi. "El fin de la literatura latinoamericana", en Palábra de América. Autores Varios. Barcelona: Seix Barral, 2004 ]

8.10.2004

Me preguntaste...

Para HUESPED S

"Hacia finales de febrero Kafka recibe una carta de Felice, que le asusta. La carta suena como si Kafka nunca hubiera dicho nada contra sí, como si Felice no hubiera oído nada, ni creído nada, ni comprendido nada. Kafka no contesta de inmediato la pregunta que ella le hace, pero en cambio escribiría más tarde con desacostumbrada crudeza: 'hace algún tiempo me preguntaste [...] por mis planes y perspectivas. Me quedé asombrado por la pregunta [...] No tengo naturalmente ningún plan ni perspectiva; no puedo ir hacia el futuro; puedo, sí, arrojarme al futuro, rodar hacia el futuro, dar un tropezón hacia el futuro, y más: puedo quedar tendido. Pero realmente no tengo ningún plan ni perspectiva. Si estoy bien, el presente me colma; si me va mal, maldigo el presene, y aún más el futuro".

[Elías Canetti. El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice. Trad. por Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik. Madrid: Alianza Editorial, 1983.]